miércoles, 8 de octubre de 2008

Ferdinand Cheval

Ferdinand Cheval se disponía como tantos otros días a repartir el correo a sus vecinos de Chateneuf-de-Galaure. Aquel día la fortuna no estaba de su parte a tenor del número escaso de postales que llegaron. Para un francés del XIX y de una región próxima a los Alpes era lo más cercano a una ilusión de extranjería. El caso es que aquel día desdichado en lo que a postales se refiere le aguardaba una de esas sensaciones individuales e intransferibles en la que uno cree hallar un significante escondido en una forma cualquiera. A falta de gres –un auténtico paraíso de signos aún por inventar- Ferdinand sintió esa plenitud semántica con una piedra, una, ese día, de entre los millones y millones de minerales obviados en su pertenencia a lo natural y cotidiano. Pero lo que para el común supone poco más que un descubrimiento fugaz, simpático y reversible, a Ferdinand se le reveló como una inspiración y, por ende, un deber. Ahora bien, el paso del “hacer algo más con aquella ilusión simbólica” a convertirla en la primera piedra de un palacio es algo que difícilmente podamos descubrir. Ese proceso irracional puede que sea Arte –no es casual que Breton fuera de sus valedores postmortem- o simplemente era el “tonto del pueblo”, o ambas cosas. La cuestión es que Ferdinand aprovechó las rutas postales diarias para recoger piedras que guardaría en sus bolsillos y almacenaría en su casa. Poco a poco, aquella locura y un poco de cemento irían tomando una apariencia palaciega asiática –algo entre hindú y tailandés- que sólo pudo haber contemplado en algunas postales. Unos doce mil días, treinta y tres años, pasarían hasta que su mole de puro significante cotidiano culminó en una mole de puro significado exótico.




lunes, 6 de octubre de 2008

Abel

Abel nació con el labio leporino. Como hiedra trepadora el labio superior se le enroscaba en la nariz formando un pequeño remolino que dejaba al descubierto las rosadas encías. Su madre solía decirle que tenía la sonrisa incompleta más bonita del mundo mientras le alimentaba con una cucharilla de plástico. Su malformación le impedía mamar de los pechos de su madre para obtener la leche. Abel decía que el primer recuerdo que conservaba era el de su madre utilizando el sacaleches, ella sentada en una silla de plástico en la cocina con un pecho asomando y él delante suyo en la trona de altas patas. Abel creció y se hizo hombre obsesionado con los pechos femeninos. Era lo primero en lo que se fijaba cuando miraba a una mujer o sería mejor decir que él no veía más allá de ellos. Cuando paseaba por la calle tapado con una bufanda para proteger su labio deforme de las miradas de burla, asco o conmiseración, sus ojos no se levantaban del todo, se situaban a la altura del pecho para barrer las calles en busca de senos. Cuando encontraba unos que le gustaban aminoraba la marcha y los observaba desde una distancia prudente, sin acercarse del todo, luchando con el irrefrenable deseo de descubrirlos ante sus ojos y palpar los pezones con las yemas de sus dedos. Entonces echaba a correr hasta su casa, se encerraba en su habitación y se masturbaba intentando rememorar el momento. Abel tenía treinta años y era virgen. Trabajaba de vigilante nocturno en la perrera municipal. Era un trabajo solitario pero los perros le hacían compañía. Su madre le había dicho que no se encariñara con los animales pues pronto serían sacrificados pero para Abel eso era muy difícil. Durante sus rondas nocturnas se paraba delante de las jaulas y los acariciaba con un dedo a través de la reja. A veces sacaba a los más pequeños y jugaba con ellos, la ternura con que brillaban los ojos de los cachorros le hacía llorar de pura tristeza al pensar en cual sería su futuro si alguien no los sacaba de allí.

Una noche cuando se encontraba en la garita de la perrera alguien llamó al timbre. Lo que solía hacer en estos casos era quedarse muy quieto en su sitio y dejar que pasara el tiempo hasta que el intruso se fuera. Pero esta vez fue diferente, el visitante se pasó más de media hora llamando al timbre por lo que Abel por primera vez tuvo que ir a abrir la verja. Se puso la bufanda protectora y se dirigió hacía la entrada de la perrera con poca convicción y menos ganas. Al abrir la puerta Abel se encontró delante de una jovencita de rostro enojado o al menos eso es lo que vió después, porque en un primer momento lo único que pudo ver fueron los pechos más bonitos que jamás había contemplado. Cayó de rodillas fulminado allí mismo por tan bella visión y los ojos se le llenaron de lágrimas. Reía y lloraba al mismo tiempo. La joven le estaba gritando pero a él no le importaba. Esos pechos le cegaban, le quemaban las retinas, le hacían hervir la sangre y le paraban el corazón, pero, ay, ese dolor era tan placentero. Bajo el jersey de lana habitaba la culminación de su búsqueda. Estaba enamorado.


Whitesnake - Is this love (1987)

jueves, 2 de octubre de 2008

Dejar de contar las horas


¿Cómo haremos para desaparecer?
MAURICE BLANCHOT

Nunca sabré cómo hubiera visto Las horas del día (2003), el primer largometraje de Jaime Rosales, si me hubiese acercado a la película con el más mínimo conocimiento previo. Nunca lo sabré pero aconsejo aún sin saberlo que aquellos que no la hayan visto dejen de leer el artículo.
De todas formas no voy a contar nada revelador ya que no hay nada que contar, de la misma forma que la película se esfuerza por no contar o desespera por dejar de hacerlo. El filme sólo autoriza a contar metraje, es decir, a sumar minutos desde el inicio de éste hasta su fin. Fin que por otro lado es el inicio: los tres primeros planos generales del Prat de Llobregat son, en efecto, los tres últimos. ¿Qué ha pasado en el intervalo? ¿La tenue historia de Abel (Àlex Brendemühl) ha sido? ¿Ha habido relato? No exactamente, pero tampoco ha dejado de haberlo.
La narratividad y su posibilidad van unidas, en Las horas del día, al protagonista. La afasia del filme es la apatía de Abel, su imposibilidad de ser actante. Si su novia le acusa de estar estancado, de absoluta falta de ilusión, es porque su palabra clave siendo capricornio es, como bien nos informa el astrólogo de la radio en el taxi, “relax”. Abel encierra en su persona la relajación de los lazos sensomotores. Una relajación que convierte los cuerpos, el cuerpo fílmico y el del protagonista, en seres incomprensibles y al mismo tiempo inconmensurables. Tanto en el relato como en su protagonista, la tensión, la intención, es substituida por una distensión que convierte el filme en circular y episódico.
Sólo conocemos bien un rasgo del carácter de Abel, tan sólo una especificidad. En el estancamiento, la narración encuentra en el romper, el acabar, su única vía. Frente a la imposibilidad de empezar una historia, pues todas las hemos encontrado empezadas, si bien débilmente estaban todos los hilos ya vibrando, la única forma de avanzar es acabar con estos, romper los lazos que quedaban. El distanciamiento con su mejor amigo, la venta de su tienda de ropa y la ruptura definitiva con su pareja parecen inclinar el plano hacia el fin y arrojar así un poco de luz frente a la imposibilidad de contar: todavía queda intentar dejar de hacerlo.
Pero ya decía Hitchcock que no es tan fácil matar a un hombre. La muerte resulta ser un fardo pesado y correoso y se extiende, también ella se extiende: en un bar toman una copa Abel y su nueva amiga María (Anna Sahún). Quién sabe: su madre, en plena vejez, ha encontrado pareja cuando parecía que ya sólo le quedaba esperar. Mientras Trini (Pape Monsoriu), su empleada, ultima las ofertas de liquidación él se mira los escaparates desde fuera y la cámara lo deja ahí, y vuelve al principio, pero no trazando un círculo sino una espiral, porque algo a habido, aunque se haya intentado que no hubiera nada o que sólo hubiera la muerte.

viernes, 26 de septiembre de 2008

El abuelo y el salchichón

En general no me gustan mucho los anuncios que echan por televisión. Los miro la mayoría de las veces con el rabillo del ojo más pendiente de otra cosa en la que ocupar los diez minutos, puede que cinco puede que dos, que interrumpen lo que esté siguiendo. ¿Realmente interrumpen los anuncios a la programación o es a la inversa? Es igual, la cuestión es que en mi casa no tenemos mando a distancia por lo que la mayoría de veces, lo que en realidad quiere decir siempre, miro los anuncios. En los últimos días he estado mirando la televisión más de lo habitual. No sé el porqué pero me ha llamado poderosamente la atención un anuncio de “Casa Tarradellas”. Puede parecer ridículo y puede que lo sea. El anuncio, en realidad hablo un poco de memoria y por tanto no daré detalles que serian inexactos y podrían confundir. Lo he estado buscando por Internet pero no lo he encontrado. El anuncio nos muestra lo que es habitual en la casa de fuets, pizzas y mixtos. El campo, una masía, un niño o niña y su correspondiente abuelo o abuela. Pero esta publicidad es diferente. Lo que me llama la atención de éste es la tristeza que destila, cosa que podría no desentonar con la típica postal bucólica de la masía a la que nos tienen acostumbrados. El hecho es que durante esos veinte segundos nos podemos dar cuenta que la relación entre el pequeño del anuncio y su abuelo es de lo más íntima y emotiva, cuasi ejemplar diría yo. Lo curioso y destacable creo, es que el chaval recuerda la voz de su abuelo, en realidad nunca escuchamos la voz del anciano. Es extraño ya que Tarradelles suele utilizar la voz de la experiencia, la voz de las cosas “como antes” para sumar un plus de autenticidad a sus productos. Pero en el anuncio el niño “hace” la voz de su abuelo. ¿Y por qué la hace? Evidentemente, o eso me parece a mí, porque el abuelo ha fallecido ya y lo que hace el pequeño es recordar aquellos tiempos cuando iba a visitarlo. Eso hace que lo veamos desde una perspectiva que lo vira todo. Lo que vemos en realidad puede que nunca sucediera, puede que lo que vemos solo – ¿solo?- sean los recuerdos del nieto. La imagen que tenía de su abuelo muerto. Como digo no miro mucho la televisión y no estoy al tanto de los anuncios, pero a mi me parece una pequeña joya de la publicidad, cómo contarnos en menos de medio minuto una pequeña historia no por breve menos emotiva. Evidentemente no entro a valorar si es correcto vincular los fuets con la memoria de los abuelos desaparecidos, eso juzgadlo vosotros. También puede ser que todo sean imaginaciones mías y que en realidad se trate de un anuncio de salchichón más.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Matar al hijo (primera parte)

Escribe Héctor Imazio:


Entre los numerosos casos de heterónimos en literatura el del novelista chileno Marcelo Gröinger (1886-) ha sido siempre uno de mis favoritos. Hijo de Joaquín Luna y Carolina A. Méndez, Groinger escribe su primera novela a la edad de diecisiete años. Lo hace en Argentina, tras una aún confusa fuga del hogar familiar provocada, parece ser, por un insalvable desencuentro con su padre.
Pero aunque escribe en Argentina, escribe desde Chile. Muchos han querido ver ese arraigo de la primera novela al barrio de la infancia como un deseo imposible de volver a casa, al hogar, al padre, y desde aquí han querido leer su ejercicio de escritura como el gesto desesperado del adolescente para separarse del ascendente paterno. No creo que sea tan evidente. Se alza la sospecha considerando que en esta primera mitad de siglo que no hace mucho hemos dejado atrás la moda entre exegetas ha sido de explicar las literaturas en oposición al padre o en el proceso de liberación del autor del influjo de aquél. [...].
En todo caso y en lo que aquí concierne, la primera novela de Gröinger resulta interesante por muchos otros motivos. En efecto, en El tedio en el vecino (1903) se encuentran ya las claves de toda la obra literaria del chileno. Pese a un estilo a la vez enérgico y amanerado, por no hablar de una escritura tosca o directamente de una mala prosa (como, por otro lado, será siempre la suya) se encuentran en esta pequeña novela ideas revolucionarias para la época. El relato describe en tercera persona la vida de Javier Lima. Una vida que, si al iniciar la lectura se nos antoja misteriosa o emocionante o ya tan sólo interesante, resulta ser insípida, banal, aburrida. Como todas las vidas. La novela nos acompaña en un viaje hacia el otro, hacia el desconocido, hacia el protagonista por descubrir. Pero nos acompaña hasta sus últimas consecuencias, hasta el descubrimiento del otro como falso desconocido, como el otro en mí, como yo en fin. Sin embargo, el gran coup de théâtre del relato (y muchos atacaron a Gröinger por ello) aparece en las tres últimas páginas, donde la voz de la narración, que no se había hecho sentir como tal hasta el momento, se encarna en una manifestación concreta, en un cuerpo. De súbito, el lector descubre que no se trataba de una narración en tercera persona sino el relato de una observación o una observación relatada que cuestiona la oposición entre voz en tercera y primera persona, [...] la primera persona del narrador había decidido prescindir del yo para enunciarse: no tenía necesidad, no quería hablar de sí mismo.
Marcelo Gröinger parece buscar, con tan solo diecisiete años, su posición en la narración. En efecto, el vecino ocioso del título que durante la mayor parte de la obra identificamos con Javier Lima, podría, al contrario, ser la voz que narra, es decir, el vecino, el prójimo, no ser él, sino ser yo. Y aún, esta voz que narra, una voz sin marcas de enunciación, que se esfuerza por borrarse a sí misma (diremos la voz “objetiva” del grueso de la novela) pero que se adjudica al fin a un sujeto (aunque sin atributos pero ya volveremos sobre esto), podría ser perfectamente la del propio Groinger. O la del individuo que se oculta tras el heterónimo.

Aquí acaba lo que he podido encontrar en Internet del artículo de Héctor Imazio. Puesto que del texto se desprende que éste es un fragmento de uno mayor, he rastreado el origen. Parece ser la transcripción de la versión del artículo aparecida en una revista chilena (titulado Matar al hijo). Me ha parecido entender sin embargo que es la traducción del original que estaría en inglés, lo que explicaría algunas partes confusas (el final del segundo párrafo por ejemplo). Desconozco en cambio si la alternancia de la diéresis sobre la “o” de Gröinger es debida a la traducción al español o a la transcripción para Internet. Espero salir de dudas en breve: hace unos días encontré en eBay un particular con un ejemplar de la revista y ya lo han enviado.

martes, 16 de septiembre de 2008

Three men and a baby

En el interior del texto “El remake cinematográfico y la comunicación intercultural” de Concepción Cascajosa se compara una ligera comedia francesa llamada Trois hommes et un couffin con su remake hollywoodiense Three men and a baby. Las diferencias entre las dos películas, que distan dos años en el tiempo, son notables. Ambas reproducen el mismo argumento básicamente pero tienen un tratamiento diferente. Las situaciones incómodas que se planteaban en la versión francesa se convierten en un cándido optimismo típicamente norteamericano. Uno de los principales temas de la primera versión era la de cuestionar el papel de la masculinidad ante la crisis de los roles tradicionales, mientras que por el contrario en la versión yankee la masculinidad de los protagonistas sale reforzada. Éste es un típico caso de lo que la industria del cine norteamericana viene haciendo últimamente. Ante la crisis de ideas que asola Hollywood los productores van a la búsqueda de ideas novedosas en otras cinematografías ajenas a la suya. Buscan un guión con alguna idea curiosa para a continuación ensamblarlo en el esquema ideológico y de valores americano y producir así un producto fácilmente consumible y asimilable a lo largo y ancho del mundo. Eso es así porque el lenguaje del cine de Hollywood es casi consubstancial a la vida del occidental, nos transporta a la infancia, a las tardes de domingo, a la publicidad televisiva en el momento de máxima emoción. Es esa repetición de motivos en la que nos sentimos cómodos. Nos sentimos como en casa. En la que siendo extranjeros conocemos las avenidas de New York, el Cañón del Colorado, las fiestas de fin de curso en los High School, los desfiles del día de San Patricio, las ferias comerciales del condado, los copiosos desayunos familiares con tortitas y huevos, las bombas con temporizadores de números rojos, los clips que abren todas las puertas, los coches que destrozan puestos de frutas al salirse de la calzada y así hasta el infinito.


jueves, 11 de septiembre de 2008

Soltería

Eso eres tú ahora, un fuelle que calienta una brasa incandescente que no se puede tocar, de la que se habla con palabras ambiguas, como un misterio del que es mejor conocer el secreto aunque nunca lo hayas probado. Nunca digas que no lo viste. Nunca digas que no lo probaste. Ahora solo lo puedes rozar con la punta de tus dedos y entonces exclamar “era eso”.

Alberto Scapolo, de Las cosas o el aburrimiento (1945)


Paul & Paula - Hey Paula (1963)

martes, 9 de septiembre de 2008

Campden Hill, London

BILL BRANDT Campden Hill, London 1948

Sueños

Sueño con una mesa y una silla
Sueño que me doy vuelta en automóvil
Sueño que estoy filmando una película
Sueño con una bomba de bencina
Sueño que soy un turista de lujo
Sueño que estoy colgando de una cruz
Sueño que estoy comiendo pejerreyes
Sueño que voy atravesando un puente
Sueño con un aviso luminoso

Sueño con una dama de bigotes
Sueño que voy bajando una escalera
Sueño que le doy cuerda a una victrola
Sueño que se me rompen los anteojos
Sueño que estoy haciendo un ataúd

Sueño con el sistema planetario
Sueño con una hoja de afeitar
Sueño que estoy luchando con un perro
Sueño que estoy matando una serpiente

Sueño con pajarillos voladores
Sueño que voy arrastrando un cadáver
Sueño que me condenan a la horca
Sueño con el diluvio universal
Sueño que soy una mata de cardo.

Sueño también que se me cae el pelo.

Nicanor Parra, de Versos de salón (1962)

martes, 2 de septiembre de 2008

Adjetivos para una mañana de domingo

Los domingos por la mañana los dedicaba a no hacer nada. O hacer menos que nada. Por costumbre lo que solía hacer era dormir. A veces se ponía el despertador moderadamente pronto solo para permanecer en la cama en estado de placentera vigilia mientras por la ventana se colaban los sonidos de la ciudad que se desperezaba. Otras veces, en aquellos días en los que por alguna extraña e insondable razón se levantaba temprano, compraba el diario y desayunaba café con leche y croissants en el salón de la casa, intentando no hacer ruido para no despertar a los que se acaban de acostar y dormían en la minúscula habitación contigua. Tenía por costumbre pasar los días de descanso en casa. Bien es cierto que algunos domingos, después de permanecer toda la noche en vela ante el ordenador acabando algún trabajo, salía a pasear por el barrio o un poco más allá, para, como le gustaba decir, estirar las piernas y despejar la cabeza. En estas ocasiones, pocas, no vaya a entender el lector que tenía una vida desordenada, visitaba el Mercat de Sant Antoni –entre las calles Comte d’Urgell y Comte Borrell, allí donde empieza el barrio del Raval pero aun no ha empezado en realidad- para comprar libros y mirar discos. Siempre había mucha gente los domingos por la mañana, a no ser que llegara muy pronto, a la hora en la que aun estaban las furgonetas estacionadas en doble fila y se descargaban las pesadas cajas de madera con las mercancías para vender. A las diez ya había que abrirse camino literalmente entre el torrente humano que, desordenadamente y en dos direcciones, seguía el circuito que conformaban los puestos. Pues bien, uno de esos domingos, en los que se quedó despierto, presenció algo que le quitó el sosiego, o al menos, algo en lo que pensó después cuando llegó a su casa y miró aquella foto de aquel libro. Ese día compró dos obras. En un puesto situado en la mitad exacta de su recorrido encontró una de Coetzee que le costó un euro. El libro estaba impecable, cuando lo tuvo en sus manos lo vio relucir por un instante y se sintió afortunado. Sin duda, se trataba de un error, alguien lo había colocado en el montón que no era, posiblemente uno de esos que gustaban de perturbar y que por allí donde pasaban dejaban rastro, cráteres de destrucción y desorden. Hizo toda la vuelta completa y en uno de sus últimas paradas compró una vieja edición de El amante de Marguerite Duras. Al libro le faltaba la esquina inferior de una de sus páginas, pero le gustó la encuadernación, rústica y rugosa, y especialmente una fotografía que había en las primeras páginas del interior, en donde se veía el posado de una joven. Era una imagen antigua, como de los años veinte o treinta, de una hermosa chica. Casi una niña. Pálida y ojerosa permanecía ante el objetivo. Poseía la belleza inocente de aquellos que acaban de alcanzar la pubertad. El rostro ovalado enmarcaba una boca estrecha pero de labios generosos. Y su mirada. Su mirada más que enigmática, como suele decirse, era dual. Una mezcla de candor y resolución. Casi era posible asignarle a cada uno de sus ojos una de esas dos mitades. La simetría de su rostro no encajaba con el brillo opaco de su contemplación. Algo perceptible que producía una vibración estaba en la superficie de la fotografía para él. Se dirigió al vendedor y le alargó el dinero para el libro. Continuó con la mirada perdida en la foto mientras salía del mercado y se dirigía de nuevo a su casa. Echaba un vistazo alternativamente al libro y a los que le rodeaban para no toparse con nadie. Justo delante de él un pobre viejo caminaba penosamente ocupando su puesto en la fila tras un hombre que llevaba de la mano a un niño de unos diez años. En un momento determinado el viejo se giró y sus miradas coincidieron, fue en el mismo instante en el que de entre los altos edificios se filtró una puñalada de luz que le hizo taparse los ojos. Cuando recobró la vista, el viejo hizo algo singular. Trazó en el aire un movimiento artificial, forzado, y ridículo, simulando que tropezaba con su propio pie y estirando el brazo buscando el apoyo de algo que le sostuviera en su caída. Y entonces encontró al niño. Su mano se posó en las nalgas del pequeño, en sus diminutos músculos traseros, pero se detuvo ahí un instante más de lo que un observador externo como él entendió como natural. Fue solo un instante, algo que vio pero que se convirtió en irrecuperable. En ese instante más que intentar no caer, lo que hizo el viejo fue palpar al pequeño, quien sorprendido se giró y miró al viejo que caminaba penosamente. Un encogimiento de hombros y el niño, de la mano de un hombre, seguramente su padre o su tío, continuó su camino. El viejo se paró en seco y apunto estuvo de chocar con el orgulloso dueño de las novelas de Coetzee y Duras que había presenciado el desarrollo de la acción. Sorprendido y con la mirada petrificada, como cuando se ve algo que no se desea pero que atrapa y hechiza, se quedó allí seducido por ese viejo que había tocado el culo a un niño. El anciano lo miró, hizo un pequeño gesto espasmódico con los brazos, como si una corriente eléctrica hubiera hecho saltar los resortes que unían los huesos de sus extremidades superiores y después de permanecer inmóvil durante unos segundos se salió de la fila del mercado y se alejó.


miércoles, 27 de agosto de 2008

Rendre à Cesar

Ayer estuve hasta tarde escribiendo la anterior entrada. Ya en la cama, para coger el sueño, leí un rato El mal de Montano. Quizás por eso haya soñado esta noche que rescribía Dar al César de Marguerite de Yourcenar. Estaba entusiasmado con esta obra dramática así que decidía volverla a escribir yo mismo, pero cambiándola, pensaba, cambiándola.
No obstante, ahí me descubría, con el librito abierto a mi izquierda y el ordenador a mi derecha cogiéndome a mí mismo en flagrante delito de plagio. Todos los cambios se reducían a pasar la historia de la Italia de Mussolini, a la España de Franco (Francisco, no Jesús, se entiende) modernizando un tanto el lenguaje por el camino.
A las pocas horas, cuando ya estaba terminando mí tarea de escritor (de copista) me hacía notar a mi mismo que por eso podía ir a la cárcel, y me preguntaba, ¿por qué no lo has escrito en forma de novela en vez de hacer una obra dramática? Se me olvidó, me respondía. Y aún yo me contestaba, mete algún cambio para disimular, anda. Y yo claro, solícito conmigo mismo, decidía saltarme la penúltima escena y buena parte de la última (ahora me doy cuenta que así sucede en Vampir-Cuadecuc). Hm, está bien, no sé si nos van a pillar, por suerte hemos cambiado el final.
Por otro lado, en mi vida he pasado de la decena de páginas de Rendre à Cesar (Dar al César), de Marguerite de Yourcenar.

Va de vampirs

Cito verbatim a Rosario Girondo, matrónimo del narrador que escribe un diario personal que resulta ser El mal de Montano, la novela de Enrique Vila-Matas: “lo que voy a contar puede parecer una coincidencia muy curiosa o una casualidad muy casual”.
Digo que cito pero ni siquiera sé si estoy citando al narrador, inventado por Vila-Matas, que utiliza el nombre de su madre para escribir un diario personal, o al propio Vila-Matas que utiliza el matrónimo de un narrador indefinido para escribir un diario personal. Puedo intuir sin embargo que poco importa. Pensará el lector que, sea quien sea, no dejo de citar a Vila-Matas que estará al final de la cadena de voces impostadas. Pero es que es El mal del Montano un diario-novela atravesada por lanzas literarias, una novela llena de agujeros que abren al más atrás, que buscan desesperadamente el orígen, huecos que abren a otras voces donde el propio Vila-Matas se convertiría por momentos en un muñeco, un ventrílocuo que recita Hamlet, animado por Shakespeare, claro. Shakespeare impostando la voz de Hamlet impostando la voz de Vila-Matas impostando.
Sea cual sea la identidad de quien nos habla, de quien se dirige a nosotros dirigiéndose a su diario íntimo, lo cierto es que Rosario Girondo, que nace como Enrique Vila-Matas en 1948 en Barcelona, confiesa parecerse peligrosamente a Christopher Lee cuando hace de vampiro. Debe querer decir Rosario que se parece al Conde Drácula cuando lo interpreta el individuo Christopher Lee. En fin, es el mundo de Rosario un mundo de parecidos, como el de su mejor amigo, Felipe Tongoy, la viva imagen de Nosferatu.
Un inciso.
Estoy sentado en el sofá escribiendo estas líneas. Entretanto voy echando un ojo a una serie, no muy interesante pero entretenida, Moonlight, de vampiros. (Un poco reaccionaria). (Espero ansioso True Blood).
Leo estos días El mal de Montano. Leo sobre Nosferatu y sobre Christopher Lee y, fíjate qué coincidencia más curiosa o qué casualidad más casual que, hoy, me he encontrado a éste último. Estaba allí, en la pantalla, el fantasma-Lee que interpretaba al fantasma-vampiro y que acababa convirtiendo al Conde Drácula en, como mínimo, un fantasma al cuadrado, la apariencia de una ilusión.
A Lee lo he conocido en Vampir-Cuadecuc (1970), de Pere Portabella. Interpretaba por enésima vez a Drácula, en esta ocasión en una película de Jesús Franco que se rodó en Barcelona. Mientras Franco, Jesús, filmaba su película, Portabella y su equipo rodaban el rodaje para recrear la historia de nuevo, para hacer su propia película revelando en el mismo movimiento todos los trucos del género. Pese a todo, el filme no se agota con ese desvelo, con esa insistencia en romper la ilusión mostrando sus entrañas, sino que coquetea con el juego de espejos infinito cuando vampiriza una película que vampiriza la novela de Bram Stoker que a su vez se apropió de una leyenda popular sobre Vlad Tepes, el empalador, en su tiempo una persona de carne y hueso y ahora como máximo un personaje de carne y hueso. Y aún, el filme, no agota ahí toda la sangre que puede ofrecer, porque lo que parece proponerse por debajo de sus imágenes alucinadas es la relación entre el vampirismo y la imagen. Aunque no voy a seguir por aquí hoy. Mi intención era tan solo poner de manifiesto la relación azarosa que se ha establecido entre una novela y una película, una relación que se ha establecido gracias a mí y en mí y por mí.
Yo mismo soy el hilo. Yo soy la relación.
Me despediré de la película apuntando lo angustioso que resulta siempre ver una película de Pere Portabella. El caso que nos ocupa, Vampir-Cuadecuc, es una película de imagen y de textura, una película de contemplación. Tiene tanta fuerza que el celuloide se apropia del espectador, lo hace desaparecer en el material, sume al espectador en el arrebato (¿Otra película de vampiros?). Aunque si digo que es angustioso es más bien por las interferencias de lo inteligible en lo sensible y de lo sensible en lo inteligible. He esbozado muy sumariamente los temas que toca el filme para más adelante defender que el espectador se pierde sin mucho esfuerzo en sus formas que devienen por instantes abstractas. Lo angustioso es entonces la apelación intelectual que hace el filme al espectador cuando éste sólo querría abandonarse a lo sensible. Por el contrario, cuando éste consigue montarse en una veta interpretativa, la ansiedad la provoca la imposibilidad de seguirla por la irresistible llamada de la belleza de lo sensible. Ya lo dije en su día en relación a El silencio antes de Bach (2007), en Portabella lo bueno y lo bello, lo sensible y lo inteligible, se cortocircuitan constantemente.
Me despediré de la novela preguntándome por qué en una novela sobre la voz y el origen Enrique Vila-Matas se obsesiona tanto con los parecidos. ¿Estará también haciendo referencia a la relación entre el vampirismo y la imagen? ¿Qué hay de vampírico en el o lo parecido? Y por último pero no menos importante, salvando las edades, ¿quién se parece más a Christopher Lee, Enrique Vila-Matas o Josep Maria Català?

jueves, 21 de agosto de 2008

Quince minutos y veinte segundos

Querido Doctor Tarnopol,

Le escribo esta carta largamente postergada con la intención de exponerle la situación en la que me veo envuelto actualmente. Se que entenderá que recurra a usted en estos días de dificultad. Cuando vivíamos con Fanny en Barcelona las visitas que le realizábamos en su antigua consulta de la calle Valencia eran para nosotros, dos jóvenes con ganas de conversar y aprender, motivo de felicidad. No por estar en un momento delicado de salud dejábamos de disfrutar de las atenciones que con gran afecto y profesionalidad nos brindaba. Recuerdo que por aquellos tiempos usted era para nosotros un buen consejero y un mejor amigo. Nos sentábamos en la sala de espera silenciosos, ojeando una revista o mirando por la ventana de su consultorio, guardándonos nuestros mejores comentarios para la visita con usted, qué inexpertos éramos entonces pero qué ajustados eran siempre sus recomendaciones y observaciones. Cuando la enfermera decía nuestro nombre, avanzábamos temblorosos, entonces Fanny me cogía de la mano y yo se la apretaba fuerte para darle ánimos, la puerta estaba entreabierta al final del pasillo y a cada paso que dábamos veíamos un poco más del interior, los sillones de piel estilo Breuer, las estanterías con los frascos de farmacia de principios de siglo, la mesa de caoba y detrás, ojeando unos papeles con las gafas en la punta de la nariz, mi buen doctor Tarnopol. Qué buenos recuerdos conservo de aquellas visitas y qué lejos quedan ahora confundidos con el dolor que vino después y que todo lo marcó.

Hace tiempo que vengo discutiendo conmigo mismo acerca de si una carta es la mejor manera de presentarle mi problema. Por motivos que usted conocerá de sobra me hallo viviendo en Estados Unidos, concretamente en una colonia a las afueras de Omaha, un remanso de paz ideado para aquellas personas que necesitan desconectar del ajetreo diario durante una temporada, un lugar en las montañas en el que coger el impulso suficiente para volver a la realidad. Por el momento me es imposible trasladarme a Barcelona para conversar con usted, sé que no hace falta que le de más explicaciones y es por eso que he atrevido a escribirle esta carta. Verá doctor -qué difícil se me hace ahora empezar a escribirle el dolor que es el pesar de mis días, sé que si estuviera delante mío una leve inclinación de su bella cabeza bastaría para que empezara a hablar, pero en la cabaña de madera en la que estoy no hay nada ni nadie que me diga cuando debo empezar a contar mi problema- desde hace más o menos un año me viene preocupando cierto problema de salud relacionado con el funcionamiento de mi aparato digestivo. Sin necesidad de dar más vueltas le diré que cada alimento de ingiero, sea sólido o líquido, vuelve a salir por el lugar por el que entró. El lapso de tiempo que los alimentos permanecen en mi cuerpo es exactamente de quince minutos y veinte segundos, ni más, ni menos. Lo curioso del caso, al menos desde el punto de vista del hombre de ciencias que soy, es la regularidad de los espasmos que atacan mi estómago. Regurgito siempre con la misma violencia, inclinado sobre la taza del lavabo, durante medio minuto, emito entonces unos ruidos como de bestia moribunda y acto seguido me miro en el pequeño espejo que tengo sobre la pica, cuando me observo en su superficie, no me reconozco doctor, tardo un instante en asociar ese rostro desencajado con el de mi persona. Mis ojos están siempre llorosos y en el mismo gesto de limpiarme las lágrimas apuro la bilis o los alimentos que se han quedado colgando de la comisura de mis labios. Es un movimiento mecánico, como si mi brazo y mi mano actuaran sin necesidad de órdenes previas por parte del cerebro. ¿No es curioso lo que le estoy explicando? Que mi cuerpo a los quince minutos y veinte segundos sepa que los alimentos no pueden permanecer por más tiempo en el interior del estómago, que los espasmos duren siempre medio minuto y esa extraña sensación que me invade después de vomitar. Los doctores que he visitado durante los últimos meses no han sabido hallar una explicación plausible para lo que me está ocurriendo, me han hecho infinidad de pruebas -si mira en el interior del sobre verá que le he adjuntado todos los análisis, pruebas y diagnósticos de los tres prestigiosos doctores que he visitado- pero después de varios tratamientos el problema persiste y empiezo a temer por mi frágil salud. Existe otra peculiaridad en el caso que aun no me he atrevido a relatarle -es posiblemente lo que más ha inquietado a los médicos que he visitado en los Estados Unidos- durante el último año, tiempo en el que vengo sufriendo estos calambres del aparato digestivo, he engordado veinte quilos. Le puedo asegurar que la cantidad de comida que permanece en mi estómago y que por tanto soy capaz de absorber no llega al diez por ciento del total ingerido –no le explicaré cual es el método que he utilizado para hacer tal comprobación, solo le diré que se trata de una prueba realizada siguiendo un estricto método empírico- por lo que en realidad mi cuerpo está engordando al margen de mi alimentación. ¿Qué le parece? Como puede suponer me encuentro en una situación desesperada, no quiero por otra parte que se tome esta misiva como un grito de auxilio de un exiliado moribundo, simplemente le he escrito porque tengo un gran concepto de su capacidad analítica y soy consciente que usted es una de las personas que mejor conoce mi historia personal, su familiaridad con los datos biográficos y psicológicos que le proporcioné en el pasado pueden sernos de estimable ayuda en asunto que aquí nos ocupa. Espero que mi caso le haya despertado la curiosidad suficiente y que si dispone de algún tiempo pueda estudiarlo con detenimiento. Por supuesto, si quiere consultar mi caso con alguno de sus colegas es libre de hacerlo, le doy absoluta libertad, confío plenamente en que sabrá administrar con juicio lo que aquí le he contado. Le animo a que en su carta de respuesta, si es que lo estima necesario, me cuenta lo que ha estado haciendo desde que se jubiló, estaré encantado de conocer todos los detalles de su plácido y merecido retiro.

Le saluda cordialmente,

Alex De Pas

P.D.: Le agradecería que no mencione a Fanny en su carta. Todo es demasiado reciente. ¡Qué historia tan triste y cargada de dolor!

martes, 19 de agosto de 2008

¿Tienes financiación? (2)

Todo eso me contó. Que habían conversado en el tren llegando ya a la estación, que más tarde había oído la noticia en la radio o la había leído en el periódico. O que quizás la había visto en la televisión, no puedo asegurar si era él o soy yo quien lo ha olvidado. En todo caso me la dijo citando. Falsamente claro. Dando a entender que, aunque no fuera exactamente eso lo que habían dicho, era más o menos eso lo que habían dicho e incluso bien podía ser exactamente eso.
Luego añadió que la chica llegaba tarde.

- Me dijo que llegaba tarde.

Resulta que el tren había salido con un cuarto de hora de retraso. Según me contó ella se dio cuenta llegando ya a la estación, era poco probable que le diera tiempo a coger el AVE que la llevaría a Madrid donde, siempre según lo planeado, cogería el vuelo hasta Nuakchott para luego ir hacia el campamento en las cercanías de Oulata. Te das cuenta, me dijo despegando la espalda de la silla para acercarse, que esa chica puede haber y puede no haber estado allí. Y luego, si se escapó, si no llegó a coger el tren y por lo tanto no llegó a vivir el punch, me pregunto cómo habrá dormido. O más bien qué habrá pensado en la cama, justo antes dormirse, sin poder hacerlo. Me pregunto si se habrá podido quitar de la cabeza una cosa que no ha pasado y que se pega a la piel como si lo hubiera hecho. Que se pega a la piel como si lo hubiera hecho, eso me dijo. Luego nada. Discutimos un poco sobre fútbol y otras banalidades que no merecen atención alguna.

miércoles, 6 de agosto de 2008

¿Tienes financiación?

Me preguntó si tenía financiación.

-¿Tienes financiación?

Me dijo que su mejor amiga era la directora de una importante organización que, entre otros menesteres, se dedicaba a financiar este tipo de cosas. No con mucho dinero pero si el suficiente como para poder vivir durante algún tiempo de forma holgada, sin tener que preocuparse por el trabajo o de andar pidiendo dinero a los familiares y conocidos. Te pagan por hacer aquello que te gusta, que te gusta a ti se entiende. Sí, está bien. Por interés o tal vez por cortesía, le pregunté por el destino del tren que tenía que coger cuando el nuestro llegara a Barcelona. Cojo el AVE dirección a Madrid y de allí cojo un avión a Nuakchott, en el aeropuerto me espera un transporte, que me llevará al este del país, a un campamento a unos cien kilómetros de Oualata.

… se ha producido un golpe de estado. Un grupo de militares rebeldes han tomado el palacio Presidencial de Nuakchott y han retenido al presidente Sidi Ould Cheikh Abdallahi. Los generales que encabezan el putsch fueron destituidos esta misma mañana, poco después llamaron a los soldados del ejército a rebelarse contra el poder democrático. Las emisiones de la televisión y la radio pública del país han sido interrumpidas. La colonia española compuesta por más de 150 personas, en especial cooperantes, se encuentra bien. La embajada ha explicado…

jueves, 24 de julio de 2008

Tablao

La ciudad está tomada. En la Rambla, uno de los lugares más delirantes por los que se puede caminar, guapas argentinas te invitan a visitar un tablao flamenco. Van vestidas de negro con un clavel en el pelo. Te hablan en inglés pero tú les dices que eres de aquí y entonces su mirada resbala con una caída de ojos. Te preguntas como deben ser esos sitios. Te gustaría entrar, aunque solo fuera para verlo y después contárselo a la gente. ¿Quien deben ser las bailaoras? ¿Serán también argentinas, recicladas tanguistas que aprendieron a mover la bata de cola hace ya muchos años? ¿Se animarán los turistas a jalear el espectáculo con un un “olé”? ¿O se limitarán a pellizcar el culo de las camareras que se mueven entre las mesas de madera llevando jarras de sangría? ¿Habrá duende encima del entarimado? ¿Tendrá el pellizco el guitarrista solista? Te lo imaginas y crees que es mejor no ver la representación.


martes, 22 de julio de 2008

Abstracciones y figuración


Retomando uno de los ejemplos de mi compañero quisiera llamar la atención sobre un dato para todos aquellos que, como yo, son incapaces de entender a qué juega Kiss. No habrá solución en estas líneas (quizás algún lector fanático quiera aclararnos de qué van disfrazados) sino que voy a comentar un detalle que no hará más que sumar extrañeza a la extrañeza.

Después de observar sus fotos con moderado detenimiento he llegado a dos conclusiones, la primera no demasiado firme, la segunda sí. Primero diríamos que van disfrazados de pesadilla, no sé si de pesadilla en general o de la pesadilla del estéta o de la pesadilla del buen gusto, pero de pesadilla al fin, pesadilla indefinida, extraña, que se teme porque no se comprende, porque está en el margen, del payaso pesadillesco o del payaso a secas que viene a ser lo mismo. Pesadilla abstracta entonces que nos lleva a la segunda consideración, esto es, que sus máscaras o sus disfraces no pretenden mimetizar ningún elemento de la vida cotidiana sino justo lo contrario, introducir no ya lo improbable ni lo imposible, sino un posible inesperado, introducir lo que queda fuera, el sueño que queda fuera. Ahí entiendo o intento entender esa lengua que baja, que se alarga más de la cuenta debido a que, según me contaron, yo no tengo ni idea, se cortó el frenillo.

Y ahí va la observación: si nos fijamos, los dibujos en sus rostros no simulan nada, son simplemente formas que los recrean en nada. Salvo uno. Uno va de gato. Es un gato. Es un gato con sus bigotes de gato y su hocico de gato y sus ojos de gato y su mirada de gato y los otros parece que no se han dado cuenta que hay uno que va de gato o que es un gato, y a lo mejor si se han dado cuenta y hacen como que no lo ven pero están tristes porque todo el juego del disfraz de nada o de miedo o de payaso se ha ido a la mierda porque hay uno que va de gato. En el caso que sea así, en el caso que los demás lo sepan y que el de la lengua lo sepa y el de gris sombreado lo sepa y el de los labios pintados de rojo que hace morritos, así, sacándolos hacia fuera, porque cree que si se llaman Kiss debe de haber alguien que lo haga y él, con gusto, se presta, en el caso que el de morritos Kiss lo sepa digo, en ese caso, en el caso que lo sepan todos, puedo imaginarme el principio de todo, la primera vez que se pintaron sin saber que esa chorrada les iba a llevar a alguna parte.

Yo me cortaré el frenillo de la lengua y la estiraré mucho, dice el primero, y me pintaré los ojos en forma murciélago, todo muy negro, muy oscuro, y me haré un pico negro en la frente, como si fuera el conde Drácula, añade pensando que Vlad Tepes, el empalador, tenía un pico en la frente cuando seguramente tan solo tenía entradas. Pues yo me pintaré los labios grises, dice el segundo que no es muy imaginativo y que está tratando de no copiarse o de copiarse con elegancia y disimulo, y además me pintaré los ojos en forma de cuervo, pero no muy negro, sólo sombreado. Yo me pintaré los labios de rojo y me haré una forma en el ojo derecho, ya veré el qué, aún no lo he decidido, dice el tercero. Y el cuarto, alegando que él es mucho más visual, dice que prefiere pintarse y a ver que sale, porque total, si tiene que salir algo abstracto, algo pesadillesco, más vale improvisar directamente sobre el lienzo, que no es un lienzo sino que es su rostro pero que él llama lienzo para hacer una broma o para parecer culto o para dárselas de ingenioso. Ya veréis, concluye.

Puedo imaginármelos, los cuatro, pintándose juntos, llamándose la atención mutuamente, diciendo mola, o está guay, o cualquier cosa rápida porque en realidad lo que quieren es que les miren a ellos, lo que ellos se están pintando, su disfraz. Y al rato acaban. Los imagino mirándose, felicitándose hasta que llega el turno de felicitar al cuarto, el que iba a improvisar la abstracción, y deciden ser sinceros con su amigo y se lo dicen, que es un gato, que se ha pintado de gato, que se ha disfrazado de gato y que ese no era el trato sino que se debían de pintar de algo indefinido. El cuarto, claro, al principio se resiste y afirma que no es un gato, que no va de gato, que en todo caso da la casualidad que los gatos se parecen a su disfraz pero que en ningún caso él se ha copiado de un gato. Luego se echa un rápido vistazo al espejo y el gato dice que el de los labios rojos se ha pintado una estrella, que eso no es abstracto, y que el segundo se ha copiado del primero, y que ha dicho alas de cuervo en los ojos para disimular y no decir alas de murciélago, pero que está claro que eso son alas de murciélago mal dibujadas. Entonces los demás se miran entre ellos y le dicen que tiene razón, que se parece a un gato pero que sin duda no es un disfraz de gato y que además, en el caso que lo fuera, no pasaría nada, porque los gatos también pueden ser muy pesadillescos.

Esto se está yendo de madre.

domingo, 20 de julio de 2008

Los ochenta

Digamos para empezar que no me gustaron mucho los ochenta. Durante aquella década me dediqué a mirar la televisión, jugar a pelota y vestirme con jerséis de lana multicolor. No es que no me lo pasara bien, pero me he quedado con una sensación de correteo sin sentido, persiguiendo el regazo de mis padres unas veces y siendo perseguido otras por una mujer furiosa con una zapatilla en la mano. Durante los ochenta tuve mi primera novia y también mi primera decepción amorosa. Me peleé con un niño que me sacaba una cabeza. Me felicitaron por acabar el primero. Me echaron de clase por disparar –con una pistola de juguete- a un compañero. Me regalaron una hucha en forma de tomate. Supongo que de alguna forma se forjó este carácter que tengo. Los ochenta pasaron y no veo ninguna necesidad de que vuelvan.

Pues los ochenta volvieron hace un lustro más o menos. A la gente le empezó a gustar de nuevo los bolsos de polipiel. Un chico con hombreras era lo más. Las chicas querían parecerse a la bailarina de Flashdance. Pantalones de estampados imposibles. Leggings. Los chicos vestían como los de Duran Duran. Cortes de pelo estilo “el príncipe valiente. Pero eso no era lo peor, un grupo de inconscientes empezó a reclamar la vuelta del hair metal, Mötley Crue, Poison, Kiss… los jinetes del Apocalipsis vestidos con chupas de cuero con flecos y camperas. Los ochenta volvieron y a la gente le gustaba decir aquello de “¡los ochenta sí que molaron!”.

Un coolhunter nos diría que es la propia sociedad la que se inclina por el revival, por recuperar el pasado, para adaptarlo al presente. Yo creo más bien que es la propia industria de la música pop y de la moda la que recicla sus propios materiales en un intento de rentabilizarlos. ¿Escasez de talento? No forzosamente, más bien el miedo al riesgo y al fracaso. Por eso en mi condición de observador pronostico que volverán los noventa, pronto, si es que no lo han hecho ya. El grunge. Las camisas a cuadros. Screech de Salvados por la campana.

PD: Vivo con dos estilistas de moda. Mi interés por el tema se reduce a las conversaciones de café y cigarro.

lunes, 14 de julio de 2008

Síntomas

En primavera de 2002 Raúl Jiménez explicaba medio riendo, en el vestuario de una piscina municipal a las afueras Sant Fruitós de Bages, que él también había conocido a aquel chico apodado el Furia. Había sido varios años atrás, aún en el instituto. Raúl contaba que solía verlo en problemas a la hora del recreo o a la salida, pero que nunca en clase pues ese Furia era menor e iba a otro curso. Uno de esos días, vaya uno a saber por qué, Raúl había decidido interrumpir la paliza o la madriza o la Patum, tal como les gustaba decir, no sin un deje de festividad, a los que se la propinaban, sus compañeros de clase. Raúl entró en el corro, dio un par de empujones y aprovechando su tamaño pero sobretodo su mayoría de edad ordenó que se disolviera, que dejaran de patear al pobre chaval que seguramente ya había entendido lo que tuviera que entender. Cuando el Furia notó que arreciaba la lluvia de patadas se levantó de un salto con un gesto rápido y nervioso, y soltó un “i a tú que et passa fill de puta!” o un "vols osties fill de puta?", aunque probablemente gritara simple y llanamente "fill de puta!". Se lo decía a Raúl que por otro lado ya se había girado y se iba hacia su casa. En el vestuario del gimnasio Raúl Jiménez tan sólo añadía, para acabar la historia, que autorizó a que le siguieran pegando si querían, que por él no se cortaran, cosa que los demás chicos hicieron, y eso se notaba, con mucho placer pues les parecía que el chaval se lo había merecido.
De hecho, esa siempre fue la coartada para sus compañeros de clase. El tal Furia, chico bastante hiperactivo, hacía cosas extrañas. No era inusual, por ejemplo, que lanzara improperios y obscenidades (sobretodo improperios). Éstos normalmente eran dirigidos, es decir, no imprecisos ni lanzados al aire, sino personalizados para aquellos que luego se verían con el deber de celebrarle una Patum. Siempre con ayuda, claro.
El tal Furia era un marginado.
En marzo de 2008 Furia tuvo una hija, pero ya nadie le llamaba Furia.

El 12 de abril de 1974, unos veinte años antes de aquella paliza y unos treinta antes de que Raúl Jimenez la contara en el vestuario de un gimnasio, el reportero Bernardo de la Maza, ex conductor del noticiario de Televisión Nacional de Chile, realizaba una entrevista a Agustín Gerardo Arenas Cardoza, chico de 14 años que se dejaba llamar, con placer no confesado, el Super Taldo, superhéroe de las historietas que él mismo dibujaba y que a su vez tomaba el nombre de un amigo y vecino, Hugo Montaldo. De la Maza aparece en el reportaje tranquilo y serio. Arenas Cardoza aparece en el reportaje inteligente y cabal par su edad. No obstante, Arenas Cardoza no puede reprimir lanzar insultos, palabras soeces y realizar sonidos guturales con espasmos musculares (sobretodo sonidos y espasmos). De la Maza no consiguió que el video se emitiera por la Televisión Nacional de Chile debido al lenguaje inapropiado que utilizaba el chico. Cerca de veinticinco años más tarde el video fue descubierto gracias a una filtración de los archivos de la televisión y subido a Internet donde se hizo rápidamente popular.
Este es el video.




En 2004 un programa de la televisión de la Pontificia Universidad Católica de Valparaiso (UCV Televisión) dio con el paradero de Agustín Gerardo Arenas Cardoza o el Super Taldo, que ya recuperado tenía familia, una hija y un trabajo en una empresa de empaquetado.

Doscientos años antes, en 1825, el médico Jean Marc Gaspard Itard describía, para probar el buen funcionamiento de su método para reconducir el comportamiento, el caso de la Marquise de Dampierre. Según Gaspard Itard la tal Marquise de Dampierre era conocida en los círculos de la alta sociedad francesa por emitir sonidos guturales y gritar insultos e obscenidades (sobretodo obscenidades) a sus amigos de la élite.
Nunca se le permitió a Jean Marc Gaspard Itard tratar a la marquesa. Sin embargo en 1985, sesenta años después, el neurólogo Gilles de la Tourette con la ayuda de su profesor Jean-Martin Charcot utilizaron el caso de la Marquise como base para su “maladie des tics”. Lo curioso del caso es que de la Tourette no llegó nunca a tratar a la marquesa. Contrariamente a lo que se creyó durante un tiempo tampoco lo hizo su profesor, si bien de la Tourette afirmó que Charcot la había visto en una ocasión. En efecto, Jean-Martin Charcot la reconoció un día mientras esta subía una escalera blasfemando. A decir verdad todo el trabajo de Gilles de la Tourette se basó en las notas que tomó Gaspard Itard años antes, salvo por ciertas actualizaciones gracias a los obituarios de la Marquise de Dampierre.
La citada “maladie des tics” fue bautizada por Jean-Martin Charcot como El sindrome de Tourette, en honor a su alumno y colega. Se trata de un trastorno neurológico que cursa tics motores (espasmos musculares) y tics verbales, sobretodo ecolália y en menor medida coprolália. La ecolália consiste en la repetición involuntaria de una palabra o frase pronunciada por otro o por uno mismo, así como el curso de sonidos vocales involuntarios, gritos o sonidos guturales por ejemplo. La coprolália (del griego copro que significa excremento y de lalia que significa hablar o charlar, es decir, del griego balbucear mierda) se refiere a la tendencia patológica a proferir obscenidades, aunque se puede considerar también cualquier palabra o frase inapropiada.
No todas las personas que sufren Síndrome de Tourette padecen otros trastornos además de los tics. Es no obstante común que estos vayan acompañados de problemas adicionales como trastornos obsesivos-compulsivos, déficit de atención, dificultades para el aprendizaje, de lectura, de escritura, aritméticos y perceptúales, así como diversos trastornos del sueño.
La dificultad se encuentra en el diagnóstico, que no puede realizarse a través de pruebas de laboratorio. En realidad, en la mayoría de los casos, los síntomas se aducen por error a algún trastorno psicológico. Lo mismo sucede con familiares, amigos y entorno en general agravando así el aislamiento de quienes sufren el trastorno. No es de extrañar que la enfermedad añada además problemas laborales y sociales.

A pesar de lo dicho hasta aquí no debe entenderse este blog como un espacio de medicina. El texto no hablaba de medicina, como tampoco de historia. De lo que se trata es de decir lo que nos venga en gana. No para ser políticamente incorrectos, transgresivos, o críticos con la sociedad o con el poder. No. No va de valiente denuncia la cosa, del coraje del escritor anónimo que se quiere temible en su casa tecleando con calma, con una cerveza y unas patatitas. Lo que nos venga en gana es decir negro y que te digan blanco con total impunidad. Y sobretodo decir blanco y luego decir negro, afirmar con tranquilidad una cosa y su contrario. La intención es crear un cuadro, un marco donde no se tenga apenas respeto por las ideas de los otros, aunque tampoco por las propias, que es a la vez tener el máximo respeto por las ideas o por lo que éstas son. Porque las ideas están ahí para ser debatidas, rebatidas, matizadas, puestas en duda sistemáticamente. Respetemos a las personas entonces pero argumentemos a favor o en contra de las ideas.
El proyecto es crear un espacio de debate donde tengan cabida intereses diversos y que estos dialoguen entre ellos. Así se hablará aquí de cine, televisión, teatro, artes plásticas, literatura, música, o simplemente no se hablará en absoluto y se colgará una fotografía o un video, que para algo esto es un blog en la red y no una revista impresa.

Y quizás, lo primero que deberíamos hacer mis tres compañeros y yo, es acercar el cursor a la palabra blog, clicar el botón derecho y apretar sobre “agregar al diccionario”. Luego hacer lo mismo con la palabra clicar.