martes, 2 de septiembre de 2008

Adjetivos para una mañana de domingo

Los domingos por la mañana los dedicaba a no hacer nada. O hacer menos que nada. Por costumbre lo que solía hacer era dormir. A veces se ponía el despertador moderadamente pronto solo para permanecer en la cama en estado de placentera vigilia mientras por la ventana se colaban los sonidos de la ciudad que se desperezaba. Otras veces, en aquellos días en los que por alguna extraña e insondable razón se levantaba temprano, compraba el diario y desayunaba café con leche y croissants en el salón de la casa, intentando no hacer ruido para no despertar a los que se acaban de acostar y dormían en la minúscula habitación contigua. Tenía por costumbre pasar los días de descanso en casa. Bien es cierto que algunos domingos, después de permanecer toda la noche en vela ante el ordenador acabando algún trabajo, salía a pasear por el barrio o un poco más allá, para, como le gustaba decir, estirar las piernas y despejar la cabeza. En estas ocasiones, pocas, no vaya a entender el lector que tenía una vida desordenada, visitaba el Mercat de Sant Antoni –entre las calles Comte d’Urgell y Comte Borrell, allí donde empieza el barrio del Raval pero aun no ha empezado en realidad- para comprar libros y mirar discos. Siempre había mucha gente los domingos por la mañana, a no ser que llegara muy pronto, a la hora en la que aun estaban las furgonetas estacionadas en doble fila y se descargaban las pesadas cajas de madera con las mercancías para vender. A las diez ya había que abrirse camino literalmente entre el torrente humano que, desordenadamente y en dos direcciones, seguía el circuito que conformaban los puestos. Pues bien, uno de esos domingos, en los que se quedó despierto, presenció algo que le quitó el sosiego, o al menos, algo en lo que pensó después cuando llegó a su casa y miró aquella foto de aquel libro. Ese día compró dos obras. En un puesto situado en la mitad exacta de su recorrido encontró una de Coetzee que le costó un euro. El libro estaba impecable, cuando lo tuvo en sus manos lo vio relucir por un instante y se sintió afortunado. Sin duda, se trataba de un error, alguien lo había colocado en el montón que no era, posiblemente uno de esos que gustaban de perturbar y que por allí donde pasaban dejaban rastro, cráteres de destrucción y desorden. Hizo toda la vuelta completa y en uno de sus últimas paradas compró una vieja edición de El amante de Marguerite Duras. Al libro le faltaba la esquina inferior de una de sus páginas, pero le gustó la encuadernación, rústica y rugosa, y especialmente una fotografía que había en las primeras páginas del interior, en donde se veía el posado de una joven. Era una imagen antigua, como de los años veinte o treinta, de una hermosa chica. Casi una niña. Pálida y ojerosa permanecía ante el objetivo. Poseía la belleza inocente de aquellos que acaban de alcanzar la pubertad. El rostro ovalado enmarcaba una boca estrecha pero de labios generosos. Y su mirada. Su mirada más que enigmática, como suele decirse, era dual. Una mezcla de candor y resolución. Casi era posible asignarle a cada uno de sus ojos una de esas dos mitades. La simetría de su rostro no encajaba con el brillo opaco de su contemplación. Algo perceptible que producía una vibración estaba en la superficie de la fotografía para él. Se dirigió al vendedor y le alargó el dinero para el libro. Continuó con la mirada perdida en la foto mientras salía del mercado y se dirigía de nuevo a su casa. Echaba un vistazo alternativamente al libro y a los que le rodeaban para no toparse con nadie. Justo delante de él un pobre viejo caminaba penosamente ocupando su puesto en la fila tras un hombre que llevaba de la mano a un niño de unos diez años. En un momento determinado el viejo se giró y sus miradas coincidieron, fue en el mismo instante en el que de entre los altos edificios se filtró una puñalada de luz que le hizo taparse los ojos. Cuando recobró la vista, el viejo hizo algo singular. Trazó en el aire un movimiento artificial, forzado, y ridículo, simulando que tropezaba con su propio pie y estirando el brazo buscando el apoyo de algo que le sostuviera en su caída. Y entonces encontró al niño. Su mano se posó en las nalgas del pequeño, en sus diminutos músculos traseros, pero se detuvo ahí un instante más de lo que un observador externo como él entendió como natural. Fue solo un instante, algo que vio pero que se convirtió en irrecuperable. En ese instante más que intentar no caer, lo que hizo el viejo fue palpar al pequeño, quien sorprendido se giró y miró al viejo que caminaba penosamente. Un encogimiento de hombros y el niño, de la mano de un hombre, seguramente su padre o su tío, continuó su camino. El viejo se paró en seco y apunto estuvo de chocar con el orgulloso dueño de las novelas de Coetzee y Duras que había presenciado el desarrollo de la acción. Sorprendido y con la mirada petrificada, como cuando se ve algo que no se desea pero que atrapa y hechiza, se quedó allí seducido por ese viejo que había tocado el culo a un niño. El anciano lo miró, hizo un pequeño gesto espasmódico con los brazos, como si una corriente eléctrica hubiera hecho saltar los resortes que unían los huesos de sus extremidades superiores y después de permanecer inmóvil durante unos segundos se salió de la fila del mercado y se alejó.


1 comentario:

H/story dijo...

Siempre me han llamado la atención las descripciones de los haces de luz. Las hay de brillantes. Supongo que lo que cuesta encontrar es una descripción que convierta ese haz, esa lanza, en una luz única, no literaria quizás. Convertir la descripción en una imagen y no una descripción(justo una imagen). Por eso me ha gustado la puñalada de luz que se filtraba de entre los altos edificios.
Hace un rato he encontrado otra, en Proust.
"Yo estaba estirado en mi cama, libro en mano, en mi habitación que protegía, temblando, su frescor transparente y fragil contra el sol de la tarde de detrás de los postigos casi cerrados, donde un reflejo del día había sin embargo encontrado la forma de hacer pasar sus alas amarillas, y restaba inmobil entre la madera y el vidrio, en un rincón, como una mariposa posada".

Me gustaría que quien encontrara alguna otra descripción digna de mención la colgara aquí, para convertirlo en un "Pequeño diccionario del haz de luz"