viernes, 26 de septiembre de 2008

El abuelo y el salchichón

En general no me gustan mucho los anuncios que echan por televisión. Los miro la mayoría de las veces con el rabillo del ojo más pendiente de otra cosa en la que ocupar los diez minutos, puede que cinco puede que dos, que interrumpen lo que esté siguiendo. ¿Realmente interrumpen los anuncios a la programación o es a la inversa? Es igual, la cuestión es que en mi casa no tenemos mando a distancia por lo que la mayoría de veces, lo que en realidad quiere decir siempre, miro los anuncios. En los últimos días he estado mirando la televisión más de lo habitual. No sé el porqué pero me ha llamado poderosamente la atención un anuncio de “Casa Tarradellas”. Puede parecer ridículo y puede que lo sea. El anuncio, en realidad hablo un poco de memoria y por tanto no daré detalles que serian inexactos y podrían confundir. Lo he estado buscando por Internet pero no lo he encontrado. El anuncio nos muestra lo que es habitual en la casa de fuets, pizzas y mixtos. El campo, una masía, un niño o niña y su correspondiente abuelo o abuela. Pero esta publicidad es diferente. Lo que me llama la atención de éste es la tristeza que destila, cosa que podría no desentonar con la típica postal bucólica de la masía a la que nos tienen acostumbrados. El hecho es que durante esos veinte segundos nos podemos dar cuenta que la relación entre el pequeño del anuncio y su abuelo es de lo más íntima y emotiva, cuasi ejemplar diría yo. Lo curioso y destacable creo, es que el chaval recuerda la voz de su abuelo, en realidad nunca escuchamos la voz del anciano. Es extraño ya que Tarradelles suele utilizar la voz de la experiencia, la voz de las cosas “como antes” para sumar un plus de autenticidad a sus productos. Pero en el anuncio el niño “hace” la voz de su abuelo. ¿Y por qué la hace? Evidentemente, o eso me parece a mí, porque el abuelo ha fallecido ya y lo que hace el pequeño es recordar aquellos tiempos cuando iba a visitarlo. Eso hace que lo veamos desde una perspectiva que lo vira todo. Lo que vemos en realidad puede que nunca sucediera, puede que lo que vemos solo – ¿solo?- sean los recuerdos del nieto. La imagen que tenía de su abuelo muerto. Como digo no miro mucho la televisión y no estoy al tanto de los anuncios, pero a mi me parece una pequeña joya de la publicidad, cómo contarnos en menos de medio minuto una pequeña historia no por breve menos emotiva. Evidentemente no entro a valorar si es correcto vincular los fuets con la memoria de los abuelos desaparecidos, eso juzgadlo vosotros. También puede ser que todo sean imaginaciones mías y que en realidad se trate de un anuncio de salchichón más.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Matar al hijo (primera parte)

Escribe Héctor Imazio:


Entre los numerosos casos de heterónimos en literatura el del novelista chileno Marcelo Gröinger (1886-) ha sido siempre uno de mis favoritos. Hijo de Joaquín Luna y Carolina A. Méndez, Groinger escribe su primera novela a la edad de diecisiete años. Lo hace en Argentina, tras una aún confusa fuga del hogar familiar provocada, parece ser, por un insalvable desencuentro con su padre.
Pero aunque escribe en Argentina, escribe desde Chile. Muchos han querido ver ese arraigo de la primera novela al barrio de la infancia como un deseo imposible de volver a casa, al hogar, al padre, y desde aquí han querido leer su ejercicio de escritura como el gesto desesperado del adolescente para separarse del ascendente paterno. No creo que sea tan evidente. Se alza la sospecha considerando que en esta primera mitad de siglo que no hace mucho hemos dejado atrás la moda entre exegetas ha sido de explicar las literaturas en oposición al padre o en el proceso de liberación del autor del influjo de aquél. [...].
En todo caso y en lo que aquí concierne, la primera novela de Gröinger resulta interesante por muchos otros motivos. En efecto, en El tedio en el vecino (1903) se encuentran ya las claves de toda la obra literaria del chileno. Pese a un estilo a la vez enérgico y amanerado, por no hablar de una escritura tosca o directamente de una mala prosa (como, por otro lado, será siempre la suya) se encuentran en esta pequeña novela ideas revolucionarias para la época. El relato describe en tercera persona la vida de Javier Lima. Una vida que, si al iniciar la lectura se nos antoja misteriosa o emocionante o ya tan sólo interesante, resulta ser insípida, banal, aburrida. Como todas las vidas. La novela nos acompaña en un viaje hacia el otro, hacia el desconocido, hacia el protagonista por descubrir. Pero nos acompaña hasta sus últimas consecuencias, hasta el descubrimiento del otro como falso desconocido, como el otro en mí, como yo en fin. Sin embargo, el gran coup de théâtre del relato (y muchos atacaron a Gröinger por ello) aparece en las tres últimas páginas, donde la voz de la narración, que no se había hecho sentir como tal hasta el momento, se encarna en una manifestación concreta, en un cuerpo. De súbito, el lector descubre que no se trataba de una narración en tercera persona sino el relato de una observación o una observación relatada que cuestiona la oposición entre voz en tercera y primera persona, [...] la primera persona del narrador había decidido prescindir del yo para enunciarse: no tenía necesidad, no quería hablar de sí mismo.
Marcelo Gröinger parece buscar, con tan solo diecisiete años, su posición en la narración. En efecto, el vecino ocioso del título que durante la mayor parte de la obra identificamos con Javier Lima, podría, al contrario, ser la voz que narra, es decir, el vecino, el prójimo, no ser él, sino ser yo. Y aún, esta voz que narra, una voz sin marcas de enunciación, que se esfuerza por borrarse a sí misma (diremos la voz “objetiva” del grueso de la novela) pero que se adjudica al fin a un sujeto (aunque sin atributos pero ya volveremos sobre esto), podría ser perfectamente la del propio Groinger. O la del individuo que se oculta tras el heterónimo.

Aquí acaba lo que he podido encontrar en Internet del artículo de Héctor Imazio. Puesto que del texto se desprende que éste es un fragmento de uno mayor, he rastreado el origen. Parece ser la transcripción de la versión del artículo aparecida en una revista chilena (titulado Matar al hijo). Me ha parecido entender sin embargo que es la traducción del original que estaría en inglés, lo que explicaría algunas partes confusas (el final del segundo párrafo por ejemplo). Desconozco en cambio si la alternancia de la diéresis sobre la “o” de Gröinger es debida a la traducción al español o a la transcripción para Internet. Espero salir de dudas en breve: hace unos días encontré en eBay un particular con un ejemplar de la revista y ya lo han enviado.

martes, 16 de septiembre de 2008

Three men and a baby

En el interior del texto “El remake cinematográfico y la comunicación intercultural” de Concepción Cascajosa se compara una ligera comedia francesa llamada Trois hommes et un couffin con su remake hollywoodiense Three men and a baby. Las diferencias entre las dos películas, que distan dos años en el tiempo, son notables. Ambas reproducen el mismo argumento básicamente pero tienen un tratamiento diferente. Las situaciones incómodas que se planteaban en la versión francesa se convierten en un cándido optimismo típicamente norteamericano. Uno de los principales temas de la primera versión era la de cuestionar el papel de la masculinidad ante la crisis de los roles tradicionales, mientras que por el contrario en la versión yankee la masculinidad de los protagonistas sale reforzada. Éste es un típico caso de lo que la industria del cine norteamericana viene haciendo últimamente. Ante la crisis de ideas que asola Hollywood los productores van a la búsqueda de ideas novedosas en otras cinematografías ajenas a la suya. Buscan un guión con alguna idea curiosa para a continuación ensamblarlo en el esquema ideológico y de valores americano y producir así un producto fácilmente consumible y asimilable a lo largo y ancho del mundo. Eso es así porque el lenguaje del cine de Hollywood es casi consubstancial a la vida del occidental, nos transporta a la infancia, a las tardes de domingo, a la publicidad televisiva en el momento de máxima emoción. Es esa repetición de motivos en la que nos sentimos cómodos. Nos sentimos como en casa. En la que siendo extranjeros conocemos las avenidas de New York, el Cañón del Colorado, las fiestas de fin de curso en los High School, los desfiles del día de San Patricio, las ferias comerciales del condado, los copiosos desayunos familiares con tortitas y huevos, las bombas con temporizadores de números rojos, los clips que abren todas las puertas, los coches que destrozan puestos de frutas al salirse de la calzada y así hasta el infinito.


jueves, 11 de septiembre de 2008

Soltería

Eso eres tú ahora, un fuelle que calienta una brasa incandescente que no se puede tocar, de la que se habla con palabras ambiguas, como un misterio del que es mejor conocer el secreto aunque nunca lo hayas probado. Nunca digas que no lo viste. Nunca digas que no lo probaste. Ahora solo lo puedes rozar con la punta de tus dedos y entonces exclamar “era eso”.

Alberto Scapolo, de Las cosas o el aburrimiento (1945)


Paul & Paula - Hey Paula (1963)

martes, 9 de septiembre de 2008

Campden Hill, London

BILL BRANDT Campden Hill, London 1948

Sueños

Sueño con una mesa y una silla
Sueño que me doy vuelta en automóvil
Sueño que estoy filmando una película
Sueño con una bomba de bencina
Sueño que soy un turista de lujo
Sueño que estoy colgando de una cruz
Sueño que estoy comiendo pejerreyes
Sueño que voy atravesando un puente
Sueño con un aviso luminoso

Sueño con una dama de bigotes
Sueño que voy bajando una escalera
Sueño que le doy cuerda a una victrola
Sueño que se me rompen los anteojos
Sueño que estoy haciendo un ataúd

Sueño con el sistema planetario
Sueño con una hoja de afeitar
Sueño que estoy luchando con un perro
Sueño que estoy matando una serpiente

Sueño con pajarillos voladores
Sueño que voy arrastrando un cadáver
Sueño que me condenan a la horca
Sueño con el diluvio universal
Sueño que soy una mata de cardo.

Sueño también que se me cae el pelo.

Nicanor Parra, de Versos de salón (1962)

martes, 2 de septiembre de 2008

Adjetivos para una mañana de domingo

Los domingos por la mañana los dedicaba a no hacer nada. O hacer menos que nada. Por costumbre lo que solía hacer era dormir. A veces se ponía el despertador moderadamente pronto solo para permanecer en la cama en estado de placentera vigilia mientras por la ventana se colaban los sonidos de la ciudad que se desperezaba. Otras veces, en aquellos días en los que por alguna extraña e insondable razón se levantaba temprano, compraba el diario y desayunaba café con leche y croissants en el salón de la casa, intentando no hacer ruido para no despertar a los que se acaban de acostar y dormían en la minúscula habitación contigua. Tenía por costumbre pasar los días de descanso en casa. Bien es cierto que algunos domingos, después de permanecer toda la noche en vela ante el ordenador acabando algún trabajo, salía a pasear por el barrio o un poco más allá, para, como le gustaba decir, estirar las piernas y despejar la cabeza. En estas ocasiones, pocas, no vaya a entender el lector que tenía una vida desordenada, visitaba el Mercat de Sant Antoni –entre las calles Comte d’Urgell y Comte Borrell, allí donde empieza el barrio del Raval pero aun no ha empezado en realidad- para comprar libros y mirar discos. Siempre había mucha gente los domingos por la mañana, a no ser que llegara muy pronto, a la hora en la que aun estaban las furgonetas estacionadas en doble fila y se descargaban las pesadas cajas de madera con las mercancías para vender. A las diez ya había que abrirse camino literalmente entre el torrente humano que, desordenadamente y en dos direcciones, seguía el circuito que conformaban los puestos. Pues bien, uno de esos domingos, en los que se quedó despierto, presenció algo que le quitó el sosiego, o al menos, algo en lo que pensó después cuando llegó a su casa y miró aquella foto de aquel libro. Ese día compró dos obras. En un puesto situado en la mitad exacta de su recorrido encontró una de Coetzee que le costó un euro. El libro estaba impecable, cuando lo tuvo en sus manos lo vio relucir por un instante y se sintió afortunado. Sin duda, se trataba de un error, alguien lo había colocado en el montón que no era, posiblemente uno de esos que gustaban de perturbar y que por allí donde pasaban dejaban rastro, cráteres de destrucción y desorden. Hizo toda la vuelta completa y en uno de sus últimas paradas compró una vieja edición de El amante de Marguerite Duras. Al libro le faltaba la esquina inferior de una de sus páginas, pero le gustó la encuadernación, rústica y rugosa, y especialmente una fotografía que había en las primeras páginas del interior, en donde se veía el posado de una joven. Era una imagen antigua, como de los años veinte o treinta, de una hermosa chica. Casi una niña. Pálida y ojerosa permanecía ante el objetivo. Poseía la belleza inocente de aquellos que acaban de alcanzar la pubertad. El rostro ovalado enmarcaba una boca estrecha pero de labios generosos. Y su mirada. Su mirada más que enigmática, como suele decirse, era dual. Una mezcla de candor y resolución. Casi era posible asignarle a cada uno de sus ojos una de esas dos mitades. La simetría de su rostro no encajaba con el brillo opaco de su contemplación. Algo perceptible que producía una vibración estaba en la superficie de la fotografía para él. Se dirigió al vendedor y le alargó el dinero para el libro. Continuó con la mirada perdida en la foto mientras salía del mercado y se dirigía de nuevo a su casa. Echaba un vistazo alternativamente al libro y a los que le rodeaban para no toparse con nadie. Justo delante de él un pobre viejo caminaba penosamente ocupando su puesto en la fila tras un hombre que llevaba de la mano a un niño de unos diez años. En un momento determinado el viejo se giró y sus miradas coincidieron, fue en el mismo instante en el que de entre los altos edificios se filtró una puñalada de luz que le hizo taparse los ojos. Cuando recobró la vista, el viejo hizo algo singular. Trazó en el aire un movimiento artificial, forzado, y ridículo, simulando que tropezaba con su propio pie y estirando el brazo buscando el apoyo de algo que le sostuviera en su caída. Y entonces encontró al niño. Su mano se posó en las nalgas del pequeño, en sus diminutos músculos traseros, pero se detuvo ahí un instante más de lo que un observador externo como él entendió como natural. Fue solo un instante, algo que vio pero que se convirtió en irrecuperable. En ese instante más que intentar no caer, lo que hizo el viejo fue palpar al pequeño, quien sorprendido se giró y miró al viejo que caminaba penosamente. Un encogimiento de hombros y el niño, de la mano de un hombre, seguramente su padre o su tío, continuó su camino. El viejo se paró en seco y apunto estuvo de chocar con el orgulloso dueño de las novelas de Coetzee y Duras que había presenciado el desarrollo de la acción. Sorprendido y con la mirada petrificada, como cuando se ve algo que no se desea pero que atrapa y hechiza, se quedó allí seducido por ese viejo que había tocado el culo a un niño. El anciano lo miró, hizo un pequeño gesto espasmódico con los brazos, como si una corriente eléctrica hubiera hecho saltar los resortes que unían los huesos de sus extremidades superiores y después de permanecer inmóvil durante unos segundos se salió de la fila del mercado y se alejó.