jueves, 2 de octubre de 2008

Dejar de contar las horas


¿Cómo haremos para desaparecer?
MAURICE BLANCHOT

Nunca sabré cómo hubiera visto Las horas del día (2003), el primer largometraje de Jaime Rosales, si me hubiese acercado a la película con el más mínimo conocimiento previo. Nunca lo sabré pero aconsejo aún sin saberlo que aquellos que no la hayan visto dejen de leer el artículo.
De todas formas no voy a contar nada revelador ya que no hay nada que contar, de la misma forma que la película se esfuerza por no contar o desespera por dejar de hacerlo. El filme sólo autoriza a contar metraje, es decir, a sumar minutos desde el inicio de éste hasta su fin. Fin que por otro lado es el inicio: los tres primeros planos generales del Prat de Llobregat son, en efecto, los tres últimos. ¿Qué ha pasado en el intervalo? ¿La tenue historia de Abel (Àlex Brendemühl) ha sido? ¿Ha habido relato? No exactamente, pero tampoco ha dejado de haberlo.
La narratividad y su posibilidad van unidas, en Las horas del día, al protagonista. La afasia del filme es la apatía de Abel, su imposibilidad de ser actante. Si su novia le acusa de estar estancado, de absoluta falta de ilusión, es porque su palabra clave siendo capricornio es, como bien nos informa el astrólogo de la radio en el taxi, “relax”. Abel encierra en su persona la relajación de los lazos sensomotores. Una relajación que convierte los cuerpos, el cuerpo fílmico y el del protagonista, en seres incomprensibles y al mismo tiempo inconmensurables. Tanto en el relato como en su protagonista, la tensión, la intención, es substituida por una distensión que convierte el filme en circular y episódico.
Sólo conocemos bien un rasgo del carácter de Abel, tan sólo una especificidad. En el estancamiento, la narración encuentra en el romper, el acabar, su única vía. Frente a la imposibilidad de empezar una historia, pues todas las hemos encontrado empezadas, si bien débilmente estaban todos los hilos ya vibrando, la única forma de avanzar es acabar con estos, romper los lazos que quedaban. El distanciamiento con su mejor amigo, la venta de su tienda de ropa y la ruptura definitiva con su pareja parecen inclinar el plano hacia el fin y arrojar así un poco de luz frente a la imposibilidad de contar: todavía queda intentar dejar de hacerlo.
Pero ya decía Hitchcock que no es tan fácil matar a un hombre. La muerte resulta ser un fardo pesado y correoso y se extiende, también ella se extiende: en un bar toman una copa Abel y su nueva amiga María (Anna Sahún). Quién sabe: su madre, en plena vejez, ha encontrado pareja cuando parecía que ya sólo le quedaba esperar. Mientras Trini (Pape Monsoriu), su empleada, ultima las ofertas de liquidación él se mira los escaparates desde fuera y la cámara lo deja ahí, y vuelve al principio, pero no trazando un círculo sino una espiral, porque algo a habido, aunque se haya intentado que no hubiera nada o que sólo hubiera la muerte.

1 comentario:

Silencio dijo...

Gran película. Gran entrada también.