sábado, 6 de noviembre de 2010

En la ciudad


EN OFF: A pocos metros de la plaça Urquinaona creo reconocerla cruzando en bicicleta. Pasa por delante de mí como una exhalación, casi puedo apreciar la estela amarilla que deja a su paso la chaqueta que viste. Es como una estrella fugaz a plena luz del día. Algo que nunca deberías haber visto.

[Fotografías en color de una chica vestida de amarillo que se acerca a la cámara en bicicleta poco a poco. La vemos desde que es pequeñita hasta que pasa por delante de la cámara, momento en el que mira al objetivo. Negro]
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EN OFF: La conocí en una sesión en la que hice de fotógrafo para hacer un favor a una amiga. Le di pocas instrucciones. Yo solo le dije: ahora sonríe o pon las manos bajo la barbilla o no mires a cámara. Y eso fue todo. Ella estuvo muy bien. Estaba bellísima.

[En b/n. Fotografía de una cámara de fotos montada sobre un trípode. Fotografías de la misma chica de la bicicleta posando como modelo. Primero, de pie delante de un viejo muro, luego estirada en el suelo y más tarde levantando una pierna hacia atrás mientras se apoya en la barandilla de un puente. Negro]
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EN OFF: Le pregunté a mi amiga donde vivía ella. Le mentí. Le dije que era para darle alguna de las fotos. Aún no sé bien porque lo hice. Creo que me arrepiento de ello. Me fui hasta su casa y me dispuse a esperar. ¡Me sentía fuera de mí mismo de una forma tan indescriptible! Después de una hora salió y empezó a caminar en dirección a Paral·lel. Con mucha cautela la seguí. Primero desde lejos y después, armándome de un valor que no creía poseer, desde más cerca. Llegamos hasta un bar del centro. Se sentó en una mesa apartada de la barra. La observé a través de los ventanales. Por un momento me sentí terriblemente angustiado por la posibilidad de que me viera. Miré entra la maraña de rostros anónimos y vi que ella sacaba un libro. Austerlitz. Inmediatamente pensé en la estación de Amberes. En ese momento, como un lento alud precipitándose montaña abajo giró su delicado cuello y me miró. Creo que no me vio o, quizás no me quiso ver. Eso nunca lo sabré. Ella estaba sumergida en la multitud cuando un hombre se acercó. ¡Aléjate! El hombre que llega tarde se sentó con ella. Todo su ser apestaba. Su nuca apestaba. Sus manos apestaban.. Ella susurró suavemente. Cerca del triángulo sus manos se tocaron sin tocarse. Una confidencia y una huida del bar en dirección a la calle.

[En b/n. Fotografías subjetivas de alguien andando. Un portal. Los pies de un hombre. Colillas en el suelos. La chica saliendo del portal. Seguimiento, primero desde lejos, después desde más cerca. Ella de espaldas entrando en un bar. Sentándose en una mesa y acariciándose el cabello. Su rostro distraído peinando el establecimiento, como si buscara algo o a alguien. Ella sacando un libro. Austerlitz. El techo del bar. Un lámpara de estilo barroco. Ella girando su cuello y mirando a cámara. Más cerca, ella mirando a cámara. Un hombre de espaldas acercándose a la mesa. Unos castos besos en la mejilla. Una conversación. Una risa que bien podría ser falsa. Rostros anónimos. Ella arrancando la etiqueta de su botellín de cerveza y rompiéndola en mil pedazos. Él recogiendo los trocitos, uniéndolos y formando un triangulo equilátero. Más risas. Él, que se va pero que vuelve pronto. Una confidencia. Una huida del bar en dirección a la calle. Se pierden en la noche. Negro ]
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EN OFF: Un beso. Un beso que se ha oscurecido en mí con el paso del tiempo.

[En b/n. Una persecución apresurada. La nada en medio de la noche. A lo lejos, dos cuerpos juntos bajo una farola. Un beso. Negro]
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EN OFF: A pocos metros de la plaça Urquinaona creo reconocerla cruzando en bicicleta. Pasa por delante de mí como una exhalación, casi puedo apreciar la estela amarilla que deja a su paso la chaqueta que viste. Es como una estrella fugaz a plena luz del día. Algo que nunca deberías haber visto.

[Fotografía de la chica vestida de amarillo montada en bicicleta mirando al objetivo. Poco a poco la vemos alejarse. Negro]

jueves, 21 de octubre de 2010

Nuevos proyectos

"(...)Hablo entonces para no pensar en ello, de otra cosa" dijo el senador "otra cosa cuya historia debo contar, porque sólo es mío aquello cuya historia no he olvidado. Y pienso que al contarlo se disuelve y se borra de mi recuerdo: porque todo lo que contamos se pierde, se aleja. Contar es entonces para mí un modo de borrar de los afluentes de mi memoria aquello que quiero mantener alejado para siempre de mi cuerpo".

Ricardo PIGLIA; Respiración artificial

domingo, 17 de octubre de 2010

Maldito sea ese ruido

Maldito sea ese ruido, se dice Juan. Maldito y tres veces maldito. Es el viento lo que hace crujir la ventana, como si estuviera a punto de romperse de un momento a otro. Entre los cristales y la madera, por ahí penetra el aire helado de la noche. En la habitación hace frío. Dos veces se ha tenido que levantar de la cama para asegurar la ventana, porque le parece que en cualquier momento puede abrirse y dejar entrar la tormenta que se cierne sobre la ciudad. Intenta pensar en otra cosa pero no puede. Piensa que si se queda dormido y entonces se abre la ventana, se despertará en medio de la noche, sobresaltado y confuso y puede que mojado, y que durante unos instantes no entenderá nada. Imagina que en esos momentos el miedo se apoderará de él y que rápidamente saltará de la cama y cerrará la ventana. Por un instante el viento cesa y Juan se tranquiliza. Ya no tiene sueño. Se incorpora y a oscuras busca el paquete de tabaco que tiene sobre la mesilla. Enciende un cigarrillo y se dirige hacia la ventana. Seguro que en el centro de la ciudad la gente no es consciente de la tormenta que se encamina hacia ellos. Al abrigo de los altos edificios, los efectos del viento no se notan. En cambio, en el edificio de Juan situado en las afueras, solitario sobre una loma que observa la ciudad, el viento empuja como si quisiera derrumbar las paredes para penetrar en el interior. Cerca de allí se escucha el golpeteo incesante de unas contraventanas abiertas. Plac, plac, plac. Los golpes secos molestan a Juan. Alguien se ha ido de casa y la tormenta le ha sorprendido fuera. Puede que en estos mismo momentos, ese alguien esté enfilando la cuesta que le lleve de vuelta a la seguridad del hogar, andando encorvado para protegerse del viento que vuelve a arreciar. Tendrá prisa, llevará un largo abrigo e irá cargado con las últimas compras del día. A Juan le parece ver una sombra que se mueve a lo lejos en la callejuela que serpentea entre los edificios. La lluvia empieza a caer, primero suavemente sobre los cristales y, tras unos instantes de duda, con más fuerza. Cae de forma rítmica, no es constante, sino que como si del mar se tratara, llega a la ventana por oleadas. A Juan le recuerda vagamente a un reloj al que se le está acabando la pila. Duda un instante si abrir la ventana y salir al estrecho balcón. Tiene miedo que la tormenta se lleve las macetas vacías que hay en el suelo. Son de barro y tienen un peso considerable, pero aun así, Juan teme por ellas. Finalmente, tras apagar el cigarrillo, aparta un poco las cortinas y abre la ventana de par en par. La lluvia entra en el dormitorio y le moja la cara y los brazos desnudos. Da un paso al frente y se apoya en la barandilla. En pocos segundos tiene el pelo mojado. Juan piensa que se resfriará si permanece mucho tiempo en el exterior. Recoge las macetas y, una a una, las va dejando en el interior del dormitorio. Antes de cerrar lanza una mirada al horizonte, más allá de la ciudad, allá donde él cree que está el ojo de la tormenta. Ya vienes, piensa Juan.



lunes, 29 de marzo de 2010

Barcelona


Estábamos sentados en un banco de madera, en una plaza del centro. Se giró hacia mí y me dijo que el sonido recortado y algo hueco del aleteo de las palomas era, probablemente, lo que más se acercaba al ruido de la muerte.

Marcelo GRÖINGER; El espía (1913).

martes, 23 de marzo de 2010

¿Plagio?

No me interesa ni Twitter ni Facebook, y poco me importa si fue Facebook el que giró la t o Twitter el que giró la f, pero el parecido no puede dejar de levantar suspicacias.

viernes, 12 de marzo de 2010

Arte plástico y publicidad
















Le nuage rouge de Mondrian (1907) y publicidad del perfume Terre d'Hermes (2009).

O la banalización retroactiva de la obra de arte a través del reciclado de sus formas con fines mercantiles.


martes, 23 de febrero de 2010

La mujer en las olas

La mujer en las olas (1868), de Courbet

miércoles, 8 de octubre de 2008

Ferdinand Cheval

Ferdinand Cheval se disponía como tantos otros días a repartir el correo a sus vecinos de Chateneuf-de-Galaure. Aquel día la fortuna no estaba de su parte a tenor del número escaso de postales que llegaron. Para un francés del XIX y de una región próxima a los Alpes era lo más cercano a una ilusión de extranjería. El caso es que aquel día desdichado en lo que a postales se refiere le aguardaba una de esas sensaciones individuales e intransferibles en la que uno cree hallar un significante escondido en una forma cualquiera. A falta de gres –un auténtico paraíso de signos aún por inventar- Ferdinand sintió esa plenitud semántica con una piedra, una, ese día, de entre los millones y millones de minerales obviados en su pertenencia a lo natural y cotidiano. Pero lo que para el común supone poco más que un descubrimiento fugaz, simpático y reversible, a Ferdinand se le reveló como una inspiración y, por ende, un deber. Ahora bien, el paso del “hacer algo más con aquella ilusión simbólica” a convertirla en la primera piedra de un palacio es algo que difícilmente podamos descubrir. Ese proceso irracional puede que sea Arte –no es casual que Breton fuera de sus valedores postmortem- o simplemente era el “tonto del pueblo”, o ambas cosas. La cuestión es que Ferdinand aprovechó las rutas postales diarias para recoger piedras que guardaría en sus bolsillos y almacenaría en su casa. Poco a poco, aquella locura y un poco de cemento irían tomando una apariencia palaciega asiática –algo entre hindú y tailandés- que sólo pudo haber contemplado en algunas postales. Unos doce mil días, treinta y tres años, pasarían hasta que su mole de puro significante cotidiano culminó en una mole de puro significado exótico.




lunes, 6 de octubre de 2008

Abel

Abel nació con el labio leporino. Como hiedra trepadora el labio superior se le enroscaba en la nariz formando un pequeño remolino que dejaba al descubierto las rosadas encías. Su madre solía decirle que tenía la sonrisa incompleta más bonita del mundo mientras le alimentaba con una cucharilla de plástico. Su malformación le impedía mamar de los pechos de su madre para obtener la leche. Abel decía que el primer recuerdo que conservaba era el de su madre utilizando el sacaleches, ella sentada en una silla de plástico en la cocina con un pecho asomando y él delante suyo en la trona de altas patas. Abel creció y se hizo hombre obsesionado con los pechos femeninos. Era lo primero en lo que se fijaba cuando miraba a una mujer o sería mejor decir que él no veía más allá de ellos. Cuando paseaba por la calle tapado con una bufanda para proteger su labio deforme de las miradas de burla, asco o conmiseración, sus ojos no se levantaban del todo, se situaban a la altura del pecho para barrer las calles en busca de senos. Cuando encontraba unos que le gustaban aminoraba la marcha y los observaba desde una distancia prudente, sin acercarse del todo, luchando con el irrefrenable deseo de descubrirlos ante sus ojos y palpar los pezones con las yemas de sus dedos. Entonces echaba a correr hasta su casa, se encerraba en su habitación y se masturbaba intentando rememorar el momento. Abel tenía treinta años y era virgen. Trabajaba de vigilante nocturno en la perrera municipal. Era un trabajo solitario pero los perros le hacían compañía. Su madre le había dicho que no se encariñara con los animales pues pronto serían sacrificados pero para Abel eso era muy difícil. Durante sus rondas nocturnas se paraba delante de las jaulas y los acariciaba con un dedo a través de la reja. A veces sacaba a los más pequeños y jugaba con ellos, la ternura con que brillaban los ojos de los cachorros le hacía llorar de pura tristeza al pensar en cual sería su futuro si alguien no los sacaba de allí.

Una noche cuando se encontraba en la garita de la perrera alguien llamó al timbre. Lo que solía hacer en estos casos era quedarse muy quieto en su sitio y dejar que pasara el tiempo hasta que el intruso se fuera. Pero esta vez fue diferente, el visitante se pasó más de media hora llamando al timbre por lo que Abel por primera vez tuvo que ir a abrir la verja. Se puso la bufanda protectora y se dirigió hacía la entrada de la perrera con poca convicción y menos ganas. Al abrir la puerta Abel se encontró delante de una jovencita de rostro enojado o al menos eso es lo que vió después, porque en un primer momento lo único que pudo ver fueron los pechos más bonitos que jamás había contemplado. Cayó de rodillas fulminado allí mismo por tan bella visión y los ojos se le llenaron de lágrimas. Reía y lloraba al mismo tiempo. La joven le estaba gritando pero a él no le importaba. Esos pechos le cegaban, le quemaban las retinas, le hacían hervir la sangre y le paraban el corazón, pero, ay, ese dolor era tan placentero. Bajo el jersey de lana habitaba la culminación de su búsqueda. Estaba enamorado.


Whitesnake - Is this love (1987)

jueves, 2 de octubre de 2008

Dejar de contar las horas


¿Cómo haremos para desaparecer?
MAURICE BLANCHOT

Nunca sabré cómo hubiera visto Las horas del día (2003), el primer largometraje de Jaime Rosales, si me hubiese acercado a la película con el más mínimo conocimiento previo. Nunca lo sabré pero aconsejo aún sin saberlo que aquellos que no la hayan visto dejen de leer el artículo.
De todas formas no voy a contar nada revelador ya que no hay nada que contar, de la misma forma que la película se esfuerza por no contar o desespera por dejar de hacerlo. El filme sólo autoriza a contar metraje, es decir, a sumar minutos desde el inicio de éste hasta su fin. Fin que por otro lado es el inicio: los tres primeros planos generales del Prat de Llobregat son, en efecto, los tres últimos. ¿Qué ha pasado en el intervalo? ¿La tenue historia de Abel (Àlex Brendemühl) ha sido? ¿Ha habido relato? No exactamente, pero tampoco ha dejado de haberlo.
La narratividad y su posibilidad van unidas, en Las horas del día, al protagonista. La afasia del filme es la apatía de Abel, su imposibilidad de ser actante. Si su novia le acusa de estar estancado, de absoluta falta de ilusión, es porque su palabra clave siendo capricornio es, como bien nos informa el astrólogo de la radio en el taxi, “relax”. Abel encierra en su persona la relajación de los lazos sensomotores. Una relajación que convierte los cuerpos, el cuerpo fílmico y el del protagonista, en seres incomprensibles y al mismo tiempo inconmensurables. Tanto en el relato como en su protagonista, la tensión, la intención, es substituida por una distensión que convierte el filme en circular y episódico.
Sólo conocemos bien un rasgo del carácter de Abel, tan sólo una especificidad. En el estancamiento, la narración encuentra en el romper, el acabar, su única vía. Frente a la imposibilidad de empezar una historia, pues todas las hemos encontrado empezadas, si bien débilmente estaban todos los hilos ya vibrando, la única forma de avanzar es acabar con estos, romper los lazos que quedaban. El distanciamiento con su mejor amigo, la venta de su tienda de ropa y la ruptura definitiva con su pareja parecen inclinar el plano hacia el fin y arrojar así un poco de luz frente a la imposibilidad de contar: todavía queda intentar dejar de hacerlo.
Pero ya decía Hitchcock que no es tan fácil matar a un hombre. La muerte resulta ser un fardo pesado y correoso y se extiende, también ella se extiende: en un bar toman una copa Abel y su nueva amiga María (Anna Sahún). Quién sabe: su madre, en plena vejez, ha encontrado pareja cuando parecía que ya sólo le quedaba esperar. Mientras Trini (Pape Monsoriu), su empleada, ultima las ofertas de liquidación él se mira los escaparates desde fuera y la cámara lo deja ahí, y vuelve al principio, pero no trazando un círculo sino una espiral, porque algo a habido, aunque se haya intentado que no hubiera nada o que sólo hubiera la muerte.