Cito verbatim a Rosario Girondo, matrónimo del narrador que escribe un diario personal que resulta ser El mal de Montano, la novela de Enrique Vila-Matas: “lo que voy a contar puede parecer una coincidencia muy curiosa o una casualidad muy casual”.
Digo que cito pero ni siquiera sé si estoy citando al narrador, inventado por Vila-Matas, que utiliza el nombre de su madre para escribir un diario personal, o al propio Vila-Matas que utiliza el matrónimo de un narrador indefinido para escribir un diario personal. Puedo intuir sin embargo que poco importa. Pensará el lector que, sea quien sea, no dejo de citar a Vila-Matas que estará al final de la cadena de voces impostadas. Pero es que es El mal del Montano un diario-novela atravesada por lanzas literarias, una novela llena de agujeros que abren al más atrás, que buscan desesperadamente el orígen, huecos que abren a otras voces donde el propio Vila-Matas se convertiría por momentos en un muñeco, un ventrílocuo que recita Hamlet, animado por Shakespeare, claro. Shakespeare impostando la voz de Hamlet impostando la voz de Vila-Matas impostando.
Sea cual sea la identidad de quien nos habla, de quien se dirige a nosotros dirigiéndose a su diario íntimo, lo cierto es que Rosario Girondo, que nace como Enrique Vila-Matas en 1948 en Barcelona, confiesa parecerse peligrosamente a Christopher Lee cuando hace de vampiro. Debe querer decir Rosario que se parece al Conde Drácula cuando lo interpreta el individuo Christopher Lee. En fin, es el mundo de Rosario un mundo de parecidos, como el de su mejor amigo, Felipe Tongoy, la viva imagen de Nosferatu.
Un inciso.
Estoy sentado en el sofá escribiendo estas líneas. Entretanto voy echando un ojo a una serie, no muy interesante pero entretenida, Moonlight, de vampiros. (Un poco reaccionaria). (Espero ansioso True Blood).
Leo estos días El mal de Montano. Leo sobre Nosferatu y sobre Christopher Lee y, fíjate qué coincidencia más curiosa o qué casualidad más casual que, hoy, me he encontrado a éste último. Estaba allí, en la pantalla, el fantasma-Lee que interpretaba al fantasma-vampiro y que acababa convirtiendo al Conde Drácula en, como mínimo, un fantasma al cuadrado, la apariencia de una ilusión.
A Lee lo he conocido en Vampir-Cuadecuc (1970), de Pere Portabella. Interpretaba por enésima vez a Drácula, en esta ocasión en una película de Jesús Franco que se rodó en Barcelona. Mientras Franco, Jesús, filmaba su película, Portabella y su equipo rodaban el rodaje para recrear la historia de nuevo, para hacer su propia película revelando en el mismo movimiento todos los trucos del género. Pese a todo, el filme no se agota con ese desvelo, con esa insistencia en romper la ilusión mostrando sus entrañas, sino que coquetea con el juego de espejos infinito cuando vampiriza una película que vampiriza la novela de Bram Stoker que a su vez se apropió de una leyenda popular sobre Vlad Tepes, el empalador, en su tiempo una persona de carne y hueso y ahora como máximo un personaje de carne y hueso. Y aún, el filme, no agota ahí toda la sangre que puede ofrecer, porque lo que parece proponerse por debajo de sus imágenes alucinadas es la relación entre el vampirismo y la imagen. Aunque no voy a seguir por aquí hoy. Mi intención era tan solo poner de manifiesto la relación azarosa que se ha establecido entre una novela y una película, una relación que se ha establecido gracias a mí y en mí y por mí.
Yo mismo soy el hilo. Yo soy la relación.
Me despediré de la película apuntando lo angustioso que resulta siempre ver una película de Pere Portabella. El caso que nos ocupa, Vampir-Cuadecuc, es una película de imagen y de textura, una película de contemplación. Tiene tanta fuerza que el celuloide se apropia del espectador, lo hace desaparecer en el material, sume al espectador en el arrebato (¿Otra película de vampiros?). Aunque si digo que es angustioso es más bien por las interferencias de lo inteligible en lo sensible y de lo sensible en lo inteligible. He esbozado muy sumariamente los temas que toca el filme para más adelante defender que el espectador se pierde sin mucho esfuerzo en sus formas que devienen por instantes abstractas. Lo angustioso es entonces la apelación intelectual que hace el filme al espectador cuando éste sólo querría abandonarse a lo sensible. Por el contrario, cuando éste consigue montarse en una veta interpretativa, la ansiedad la provoca la imposibilidad de seguirla por la irresistible llamada de la belleza de lo sensible. Ya lo dije en su día en relación a El silencio antes de Bach (2007), en Portabella lo bueno y lo bello, lo sensible y lo inteligible, se cortocircuitan constantemente.
Me despediré de la novela preguntándome por qué en una novela sobre la voz y el origen Enrique Vila-Matas se obsesiona tanto con los parecidos. ¿Estará también haciendo referencia a la relación entre el vampirismo y la imagen? ¿Qué hay de vampírico en el o lo parecido? Y por último pero no menos importante, salvando las edades, ¿quién se parece más a Christopher Lee, Enrique Vila-Matas o Josep Maria Català?
Digo que cito pero ni siquiera sé si estoy citando al narrador, inventado por Vila-Matas, que utiliza el nombre de su madre para escribir un diario personal, o al propio Vila-Matas que utiliza el matrónimo de un narrador indefinido para escribir un diario personal. Puedo intuir sin embargo que poco importa. Pensará el lector que, sea quien sea, no dejo de citar a Vila-Matas que estará al final de la cadena de voces impostadas. Pero es que es El mal del Montano un diario-novela atravesada por lanzas literarias, una novela llena de agujeros que abren al más atrás, que buscan desesperadamente el orígen, huecos que abren a otras voces donde el propio Vila-Matas se convertiría por momentos en un muñeco, un ventrílocuo que recita Hamlet, animado por Shakespeare, claro. Shakespeare impostando la voz de Hamlet impostando la voz de Vila-Matas impostando.
Sea cual sea la identidad de quien nos habla, de quien se dirige a nosotros dirigiéndose a su diario íntimo, lo cierto es que Rosario Girondo, que nace como Enrique Vila-Matas en 1948 en Barcelona, confiesa parecerse peligrosamente a Christopher Lee cuando hace de vampiro. Debe querer decir Rosario que se parece al Conde Drácula cuando lo interpreta el individuo Christopher Lee. En fin, es el mundo de Rosario un mundo de parecidos, como el de su mejor amigo, Felipe Tongoy, la viva imagen de Nosferatu.
Un inciso.
Estoy sentado en el sofá escribiendo estas líneas. Entretanto voy echando un ojo a una serie, no muy interesante pero entretenida, Moonlight, de vampiros. (Un poco reaccionaria). (Espero ansioso True Blood).
Leo estos días El mal de Montano. Leo sobre Nosferatu y sobre Christopher Lee y, fíjate qué coincidencia más curiosa o qué casualidad más casual que, hoy, me he encontrado a éste último. Estaba allí, en la pantalla, el fantasma-Lee que interpretaba al fantasma-vampiro y que acababa convirtiendo al Conde Drácula en, como mínimo, un fantasma al cuadrado, la apariencia de una ilusión.
A Lee lo he conocido en Vampir-Cuadecuc (1970), de Pere Portabella. Interpretaba por enésima vez a Drácula, en esta ocasión en una película de Jesús Franco que se rodó en Barcelona. Mientras Franco, Jesús, filmaba su película, Portabella y su equipo rodaban el rodaje para recrear la historia de nuevo, para hacer su propia película revelando en el mismo movimiento todos los trucos del género. Pese a todo, el filme no se agota con ese desvelo, con esa insistencia en romper la ilusión mostrando sus entrañas, sino que coquetea con el juego de espejos infinito cuando vampiriza una película que vampiriza la novela de Bram Stoker que a su vez se apropió de una leyenda popular sobre Vlad Tepes, el empalador, en su tiempo una persona de carne y hueso y ahora como máximo un personaje de carne y hueso. Y aún, el filme, no agota ahí toda la sangre que puede ofrecer, porque lo que parece proponerse por debajo de sus imágenes alucinadas es la relación entre el vampirismo y la imagen. Aunque no voy a seguir por aquí hoy. Mi intención era tan solo poner de manifiesto la relación azarosa que se ha establecido entre una novela y una película, una relación que se ha establecido gracias a mí y en mí y por mí.
Yo mismo soy el hilo. Yo soy la relación.
Me despediré de la película apuntando lo angustioso que resulta siempre ver una película de Pere Portabella. El caso que nos ocupa, Vampir-Cuadecuc, es una película de imagen y de textura, una película de contemplación. Tiene tanta fuerza que el celuloide se apropia del espectador, lo hace desaparecer en el material, sume al espectador en el arrebato (¿Otra película de vampiros?). Aunque si digo que es angustioso es más bien por las interferencias de lo inteligible en lo sensible y de lo sensible en lo inteligible. He esbozado muy sumariamente los temas que toca el filme para más adelante defender que el espectador se pierde sin mucho esfuerzo en sus formas que devienen por instantes abstractas. Lo angustioso es entonces la apelación intelectual que hace el filme al espectador cuando éste sólo querría abandonarse a lo sensible. Por el contrario, cuando éste consigue montarse en una veta interpretativa, la ansiedad la provoca la imposibilidad de seguirla por la irresistible llamada de la belleza de lo sensible. Ya lo dije en su día en relación a El silencio antes de Bach (2007), en Portabella lo bueno y lo bello, lo sensible y lo inteligible, se cortocircuitan constantemente.
Me despediré de la novela preguntándome por qué en una novela sobre la voz y el origen Enrique Vila-Matas se obsesiona tanto con los parecidos. ¿Estará también haciendo referencia a la relación entre el vampirismo y la imagen? ¿Qué hay de vampírico en el o lo parecido? Y por último pero no menos importante, salvando las edades, ¿quién se parece más a Christopher Lee, Enrique Vila-Matas o Josep Maria Català?
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