Querido Doctor Tarnopol,
Le escribo esta carta largamente postergada con la intención de exponerle la situación en la que me veo envuelto actualmente. Se que entenderá que recurra a usted en estos días de dificultad. Cuando vivíamos con Fanny en Barcelona las visitas que le realizábamos en su antigua consulta de la calle Valencia eran para nosotros, dos jóvenes con ganas de conversar y aprender, motivo de felicidad. No por estar en un momento delicado de salud dejábamos de disfrutar de las atenciones que con gran afecto y profesionalidad nos brindaba. Recuerdo que por aquellos tiempos usted era para nosotros un buen consejero y un mejor amigo. Nos sentábamos en la sala de espera silenciosos, ojeando una revista o mirando por la ventana de su consultorio, guardándonos nuestros mejores comentarios para la visita con usted, qué inexpertos éramos entonces pero qué ajustados eran siempre sus recomendaciones y observaciones. Cuando la enfermera decía nuestro nombre, avanzábamos temblorosos, entonces Fanny me cogía de la mano y yo se la apretaba fuerte para darle ánimos, la puerta estaba entreabierta al final del pasillo y a cada paso que dábamos veíamos un poco más del interior, los sillones de piel estilo Breuer, las estanterías con los frascos de farmacia de principios de siglo, la mesa de caoba y detrás, ojeando unos papeles con las gafas en la punta de la nariz, mi buen doctor Tarnopol. Qué buenos recuerdos conservo de aquellas visitas y qué lejos quedan ahora confundidos con el dolor que vino después y que todo lo marcó.
Hace tiempo que vengo discutiendo conmigo mismo acerca de si una carta es la mejor manera de presentarle mi problema. Por motivos que usted conocerá de sobra me hallo viviendo en Estados Unidos, concretamente en una colonia a las afueras de Omaha, un remanso de paz ideado para aquellas personas que necesitan desconectar del ajetreo diario durante una temporada, un lugar en las montañas en el que coger el impulso suficiente para volver a la realidad. Por el momento me es imposible trasladarme a Barcelona para conversar con usted, sé que no hace falta que le de más explicaciones y es por eso que he atrevido a escribirle esta carta. Verá doctor -qué difícil se me hace ahora empezar a escribirle el dolor que es el pesar de mis días, sé que si estuviera delante mío una leve inclinación de su bella cabeza bastaría para que empezara a hablar, pero en la cabaña de madera en la que estoy no hay nada ni nadie que me diga cuando debo empezar a contar mi problema- desde hace más o menos un año me viene preocupando cierto problema de salud relacionado con el funcionamiento de mi aparato digestivo. Sin necesidad de dar más vueltas le diré que cada alimento de ingiero, sea sólido o líquido, vuelve a salir por el lugar por el que entró. El lapso de tiempo que los alimentos permanecen en mi cuerpo es exactamente de quince minutos y veinte segundos, ni más, ni menos. Lo curioso del caso, al menos desde el punto de vista del hombre de ciencias que soy, es la regularidad de los espasmos que atacan mi estómago. Regurgito siempre con la misma violencia, inclinado sobre la taza del lavabo, durante medio minuto, emito entonces unos ruidos como de bestia moribunda y acto seguido me miro en el pequeño espejo que tengo sobre la pica, cuando me observo en su superficie, no me reconozco doctor, tardo un instante en asociar ese rostro desencajado con el de mi persona. Mis ojos están siempre llorosos y en el mismo gesto de limpiarme las lágrimas apuro la bilis o los alimentos que se han quedado colgando de la comisura de mis labios. Es un movimiento mecánico, como si mi brazo y mi mano actuaran sin necesidad de órdenes previas por parte del cerebro. ¿No es curioso lo que le estoy explicando? Que mi cuerpo a los quince minutos y veinte segundos sepa que los alimentos no pueden permanecer por más tiempo en el interior del estómago, que los espasmos duren siempre medio minuto y esa extraña sensación que me invade después de vomitar. Los doctores que he visitado durante los últimos meses no han sabido hallar una explicación plausible para lo que me está ocurriendo, me han hecho infinidad de pruebas -si mira en el interior del sobre verá que le he adjuntado todos los análisis, pruebas y diagnósticos de los tres prestigiosos doctores que he visitado- pero después de varios tratamientos el problema persiste y empiezo a temer por mi frágil salud. Existe otra peculiaridad en el caso que aun no me he atrevido a relatarle -es posiblemente lo que más ha inquietado a los médicos que he visitado en los Estados Unidos- durante el último año, tiempo en el que vengo sufriendo estos calambres del aparato digestivo, he engordado veinte quilos. Le puedo asegurar que la cantidad de comida que permanece en mi estómago y que por tanto soy capaz de absorber no llega al diez por ciento del total ingerido –no le explicaré cual es el método que he utilizado para hacer tal comprobación, solo le diré que se trata de una prueba realizada siguiendo un estricto método empírico- por lo que en realidad mi cuerpo está engordando al margen de mi alimentación. ¿Qué le parece? Como puede suponer me encuentro en una situación desesperada, no quiero por otra parte que se tome esta misiva como un grito de auxilio de un exiliado moribundo, simplemente le he escrito porque tengo un gran concepto de su capacidad analítica y soy consciente que usted es una de las personas que mejor conoce mi historia personal, su familiaridad con los datos biográficos y psicológicos que le proporcioné en el pasado pueden sernos de estimable ayuda en asunto que aquí nos ocupa. Espero que mi caso le haya despertado la curiosidad suficiente y que si dispone de algún tiempo pueda estudiarlo con detenimiento. Por supuesto, si quiere consultar mi caso con alguno de sus colegas es libre de hacerlo, le doy absoluta libertad, confío plenamente en que sabrá administrar con juicio lo que aquí le he contado. Le animo a que en su carta de respuesta, si es que lo estima necesario, me cuenta lo que ha estado haciendo desde que se jubiló, estaré encantado de conocer todos los detalles de su plácido y merecido retiro.
Le saluda cordialmente,
Alex De Pas
P.D.: Le agradecería que no mencione a Fanny en su carta. Todo es demasiado reciente. ¡Qué historia tan triste y cargada de dolor!
Le escribo esta carta largamente postergada con la intención de exponerle la situación en la que me veo envuelto actualmente. Se que entenderá que recurra a usted en estos días de dificultad. Cuando vivíamos con Fanny en Barcelona las visitas que le realizábamos en su antigua consulta de la calle Valencia eran para nosotros, dos jóvenes con ganas de conversar y aprender, motivo de felicidad. No por estar en un momento delicado de salud dejábamos de disfrutar de las atenciones que con gran afecto y profesionalidad nos brindaba. Recuerdo que por aquellos tiempos usted era para nosotros un buen consejero y un mejor amigo. Nos sentábamos en la sala de espera silenciosos, ojeando una revista o mirando por la ventana de su consultorio, guardándonos nuestros mejores comentarios para la visita con usted, qué inexpertos éramos entonces pero qué ajustados eran siempre sus recomendaciones y observaciones. Cuando la enfermera decía nuestro nombre, avanzábamos temblorosos, entonces Fanny me cogía de la mano y yo se la apretaba fuerte para darle ánimos, la puerta estaba entreabierta al final del pasillo y a cada paso que dábamos veíamos un poco más del interior, los sillones de piel estilo Breuer, las estanterías con los frascos de farmacia de principios de siglo, la mesa de caoba y detrás, ojeando unos papeles con las gafas en la punta de la nariz, mi buen doctor Tarnopol. Qué buenos recuerdos conservo de aquellas visitas y qué lejos quedan ahora confundidos con el dolor que vino después y que todo lo marcó.
Hace tiempo que vengo discutiendo conmigo mismo acerca de si una carta es la mejor manera de presentarle mi problema. Por motivos que usted conocerá de sobra me hallo viviendo en Estados Unidos, concretamente en una colonia a las afueras de Omaha, un remanso de paz ideado para aquellas personas que necesitan desconectar del ajetreo diario durante una temporada, un lugar en las montañas en el que coger el impulso suficiente para volver a la realidad. Por el momento me es imposible trasladarme a Barcelona para conversar con usted, sé que no hace falta que le de más explicaciones y es por eso que he atrevido a escribirle esta carta. Verá doctor -qué difícil se me hace ahora empezar a escribirle el dolor que es el pesar de mis días, sé que si estuviera delante mío una leve inclinación de su bella cabeza bastaría para que empezara a hablar, pero en la cabaña de madera en la que estoy no hay nada ni nadie que me diga cuando debo empezar a contar mi problema- desde hace más o menos un año me viene preocupando cierto problema de salud relacionado con el funcionamiento de mi aparato digestivo. Sin necesidad de dar más vueltas le diré que cada alimento de ingiero, sea sólido o líquido, vuelve a salir por el lugar por el que entró. El lapso de tiempo que los alimentos permanecen en mi cuerpo es exactamente de quince minutos y veinte segundos, ni más, ni menos. Lo curioso del caso, al menos desde el punto de vista del hombre de ciencias que soy, es la regularidad de los espasmos que atacan mi estómago. Regurgito siempre con la misma violencia, inclinado sobre la taza del lavabo, durante medio minuto, emito entonces unos ruidos como de bestia moribunda y acto seguido me miro en el pequeño espejo que tengo sobre la pica, cuando me observo en su superficie, no me reconozco doctor, tardo un instante en asociar ese rostro desencajado con el de mi persona. Mis ojos están siempre llorosos y en el mismo gesto de limpiarme las lágrimas apuro la bilis o los alimentos que se han quedado colgando de la comisura de mis labios. Es un movimiento mecánico, como si mi brazo y mi mano actuaran sin necesidad de órdenes previas por parte del cerebro. ¿No es curioso lo que le estoy explicando? Que mi cuerpo a los quince minutos y veinte segundos sepa que los alimentos no pueden permanecer por más tiempo en el interior del estómago, que los espasmos duren siempre medio minuto y esa extraña sensación que me invade después de vomitar. Los doctores que he visitado durante los últimos meses no han sabido hallar una explicación plausible para lo que me está ocurriendo, me han hecho infinidad de pruebas -si mira en el interior del sobre verá que le he adjuntado todos los análisis, pruebas y diagnósticos de los tres prestigiosos doctores que he visitado- pero después de varios tratamientos el problema persiste y empiezo a temer por mi frágil salud. Existe otra peculiaridad en el caso que aun no me he atrevido a relatarle -es posiblemente lo que más ha inquietado a los médicos que he visitado en los Estados Unidos- durante el último año, tiempo en el que vengo sufriendo estos calambres del aparato digestivo, he engordado veinte quilos. Le puedo asegurar que la cantidad de comida que permanece en mi estómago y que por tanto soy capaz de absorber no llega al diez por ciento del total ingerido –no le explicaré cual es el método que he utilizado para hacer tal comprobación, solo le diré que se trata de una prueba realizada siguiendo un estricto método empírico- por lo que en realidad mi cuerpo está engordando al margen de mi alimentación. ¿Qué le parece? Como puede suponer me encuentro en una situación desesperada, no quiero por otra parte que se tome esta misiva como un grito de auxilio de un exiliado moribundo, simplemente le he escrito porque tengo un gran concepto de su capacidad analítica y soy consciente que usted es una de las personas que mejor conoce mi historia personal, su familiaridad con los datos biográficos y psicológicos que le proporcioné en el pasado pueden sernos de estimable ayuda en asunto que aquí nos ocupa. Espero que mi caso le haya despertado la curiosidad suficiente y que si dispone de algún tiempo pueda estudiarlo con detenimiento. Por supuesto, si quiere consultar mi caso con alguno de sus colegas es libre de hacerlo, le doy absoluta libertad, confío plenamente en que sabrá administrar con juicio lo que aquí le he contado. Le animo a que en su carta de respuesta, si es que lo estima necesario, me cuenta lo que ha estado haciendo desde que se jubiló, estaré encantado de conocer todos los detalles de su plácido y merecido retiro.
Le saluda cordialmente,
Alex De Pas
P.D.: Le agradecería que no mencione a Fanny en su carta. Todo es demasiado reciente. ¡Qué historia tan triste y cargada de dolor!
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