domingo, 17 de octubre de 2010

Maldito sea ese ruido

Maldito sea ese ruido, se dice Juan. Maldito y tres veces maldito. Es el viento lo que hace crujir la ventana, como si estuviera a punto de romperse de un momento a otro. Entre los cristales y la madera, por ahí penetra el aire helado de la noche. En la habitación hace frío. Dos veces se ha tenido que levantar de la cama para asegurar la ventana, porque le parece que en cualquier momento puede abrirse y dejar entrar la tormenta que se cierne sobre la ciudad. Intenta pensar en otra cosa pero no puede. Piensa que si se queda dormido y entonces se abre la ventana, se despertará en medio de la noche, sobresaltado y confuso y puede que mojado, y que durante unos instantes no entenderá nada. Imagina que en esos momentos el miedo se apoderará de él y que rápidamente saltará de la cama y cerrará la ventana. Por un instante el viento cesa y Juan se tranquiliza. Ya no tiene sueño. Se incorpora y a oscuras busca el paquete de tabaco que tiene sobre la mesilla. Enciende un cigarrillo y se dirige hacia la ventana. Seguro que en el centro de la ciudad la gente no es consciente de la tormenta que se encamina hacia ellos. Al abrigo de los altos edificios, los efectos del viento no se notan. En cambio, en el edificio de Juan situado en las afueras, solitario sobre una loma que observa la ciudad, el viento empuja como si quisiera derrumbar las paredes para penetrar en el interior. Cerca de allí se escucha el golpeteo incesante de unas contraventanas abiertas. Plac, plac, plac. Los golpes secos molestan a Juan. Alguien se ha ido de casa y la tormenta le ha sorprendido fuera. Puede que en estos mismo momentos, ese alguien esté enfilando la cuesta que le lleve de vuelta a la seguridad del hogar, andando encorvado para protegerse del viento que vuelve a arreciar. Tendrá prisa, llevará un largo abrigo e irá cargado con las últimas compras del día. A Juan le parece ver una sombra que se mueve a lo lejos en la callejuela que serpentea entre los edificios. La lluvia empieza a caer, primero suavemente sobre los cristales y, tras unos instantes de duda, con más fuerza. Cae de forma rítmica, no es constante, sino que como si del mar se tratara, llega a la ventana por oleadas. A Juan le recuerda vagamente a un reloj al que se le está acabando la pila. Duda un instante si abrir la ventana y salir al estrecho balcón. Tiene miedo que la tormenta se lleve las macetas vacías que hay en el suelo. Son de barro y tienen un peso considerable, pero aun así, Juan teme por ellas. Finalmente, tras apagar el cigarrillo, aparta un poco las cortinas y abre la ventana de par en par. La lluvia entra en el dormitorio y le moja la cara y los brazos desnudos. Da un paso al frente y se apoya en la barandilla. En pocos segundos tiene el pelo mojado. Juan piensa que se resfriará si permanece mucho tiempo en el exterior. Recoge las macetas y, una a una, las va dejando en el interior del dormitorio. Antes de cerrar lanza una mirada al horizonte, más allá de la ciudad, allá donde él cree que está el ojo de la tormenta. Ya vienes, piensa Juan.



2 comentarios:

Andrea Palermo dijo...

Es en verdad molesto para Juan verse en esa situación, y cuantos/as Juanes/as existen en el Mundo???

Silencio dijo...

Pues sí, Andrea. Para el tal Juan los ruidos son muy molestos. Ah, y tampoco le gusta que haga mucho viento. Ni que la gente silbe desafinando. Ni que alguien le tosa a poca distancia de la cara, que los hay, ¡que yo los he visto!

Gracias por comentar.