miércoles, 8 de octubre de 2008

Ferdinand Cheval

Ferdinand Cheval se disponía como tantos otros días a repartir el correo a sus vecinos de Chateneuf-de-Galaure. Aquel día la fortuna no estaba de su parte a tenor del número escaso de postales que llegaron. Para un francés del XIX y de una región próxima a los Alpes era lo más cercano a una ilusión de extranjería. El caso es que aquel día desdichado en lo que a postales se refiere le aguardaba una de esas sensaciones individuales e intransferibles en la que uno cree hallar un significante escondido en una forma cualquiera. A falta de gres –un auténtico paraíso de signos aún por inventar- Ferdinand sintió esa plenitud semántica con una piedra, una, ese día, de entre los millones y millones de minerales obviados en su pertenencia a lo natural y cotidiano. Pero lo que para el común supone poco más que un descubrimiento fugaz, simpático y reversible, a Ferdinand se le reveló como una inspiración y, por ende, un deber. Ahora bien, el paso del “hacer algo más con aquella ilusión simbólica” a convertirla en la primera piedra de un palacio es algo que difícilmente podamos descubrir. Ese proceso irracional puede que sea Arte –no es casual que Breton fuera de sus valedores postmortem- o simplemente era el “tonto del pueblo”, o ambas cosas. La cuestión es que Ferdinand aprovechó las rutas postales diarias para recoger piedras que guardaría en sus bolsillos y almacenaría en su casa. Poco a poco, aquella locura y un poco de cemento irían tomando una apariencia palaciega asiática –algo entre hindú y tailandés- que sólo pudo haber contemplado en algunas postales. Unos doce mil días, treinta y tres años, pasarían hasta que su mole de puro significante cotidiano culminó en una mole de puro significado exótico.




lunes, 6 de octubre de 2008

Abel

Abel nació con el labio leporino. Como hiedra trepadora el labio superior se le enroscaba en la nariz formando un pequeño remolino que dejaba al descubierto las rosadas encías. Su madre solía decirle que tenía la sonrisa incompleta más bonita del mundo mientras le alimentaba con una cucharilla de plástico. Su malformación le impedía mamar de los pechos de su madre para obtener la leche. Abel decía que el primer recuerdo que conservaba era el de su madre utilizando el sacaleches, ella sentada en una silla de plástico en la cocina con un pecho asomando y él delante suyo en la trona de altas patas. Abel creció y se hizo hombre obsesionado con los pechos femeninos. Era lo primero en lo que se fijaba cuando miraba a una mujer o sería mejor decir que él no veía más allá de ellos. Cuando paseaba por la calle tapado con una bufanda para proteger su labio deforme de las miradas de burla, asco o conmiseración, sus ojos no se levantaban del todo, se situaban a la altura del pecho para barrer las calles en busca de senos. Cuando encontraba unos que le gustaban aminoraba la marcha y los observaba desde una distancia prudente, sin acercarse del todo, luchando con el irrefrenable deseo de descubrirlos ante sus ojos y palpar los pezones con las yemas de sus dedos. Entonces echaba a correr hasta su casa, se encerraba en su habitación y se masturbaba intentando rememorar el momento. Abel tenía treinta años y era virgen. Trabajaba de vigilante nocturno en la perrera municipal. Era un trabajo solitario pero los perros le hacían compañía. Su madre le había dicho que no se encariñara con los animales pues pronto serían sacrificados pero para Abel eso era muy difícil. Durante sus rondas nocturnas se paraba delante de las jaulas y los acariciaba con un dedo a través de la reja. A veces sacaba a los más pequeños y jugaba con ellos, la ternura con que brillaban los ojos de los cachorros le hacía llorar de pura tristeza al pensar en cual sería su futuro si alguien no los sacaba de allí.

Una noche cuando se encontraba en la garita de la perrera alguien llamó al timbre. Lo que solía hacer en estos casos era quedarse muy quieto en su sitio y dejar que pasara el tiempo hasta que el intruso se fuera. Pero esta vez fue diferente, el visitante se pasó más de media hora llamando al timbre por lo que Abel por primera vez tuvo que ir a abrir la verja. Se puso la bufanda protectora y se dirigió hacía la entrada de la perrera con poca convicción y menos ganas. Al abrir la puerta Abel se encontró delante de una jovencita de rostro enojado o al menos eso es lo que vió después, porque en un primer momento lo único que pudo ver fueron los pechos más bonitos que jamás había contemplado. Cayó de rodillas fulminado allí mismo por tan bella visión y los ojos se le llenaron de lágrimas. Reía y lloraba al mismo tiempo. La joven le estaba gritando pero a él no le importaba. Esos pechos le cegaban, le quemaban las retinas, le hacían hervir la sangre y le paraban el corazón, pero, ay, ese dolor era tan placentero. Bajo el jersey de lana habitaba la culminación de su búsqueda. Estaba enamorado.


Whitesnake - Is this love (1987)

jueves, 2 de octubre de 2008

Dejar de contar las horas


¿Cómo haremos para desaparecer?
MAURICE BLANCHOT

Nunca sabré cómo hubiera visto Las horas del día (2003), el primer largometraje de Jaime Rosales, si me hubiese acercado a la película con el más mínimo conocimiento previo. Nunca lo sabré pero aconsejo aún sin saberlo que aquellos que no la hayan visto dejen de leer el artículo.
De todas formas no voy a contar nada revelador ya que no hay nada que contar, de la misma forma que la película se esfuerza por no contar o desespera por dejar de hacerlo. El filme sólo autoriza a contar metraje, es decir, a sumar minutos desde el inicio de éste hasta su fin. Fin que por otro lado es el inicio: los tres primeros planos generales del Prat de Llobregat son, en efecto, los tres últimos. ¿Qué ha pasado en el intervalo? ¿La tenue historia de Abel (Àlex Brendemühl) ha sido? ¿Ha habido relato? No exactamente, pero tampoco ha dejado de haberlo.
La narratividad y su posibilidad van unidas, en Las horas del día, al protagonista. La afasia del filme es la apatía de Abel, su imposibilidad de ser actante. Si su novia le acusa de estar estancado, de absoluta falta de ilusión, es porque su palabra clave siendo capricornio es, como bien nos informa el astrólogo de la radio en el taxi, “relax”. Abel encierra en su persona la relajación de los lazos sensomotores. Una relajación que convierte los cuerpos, el cuerpo fílmico y el del protagonista, en seres incomprensibles y al mismo tiempo inconmensurables. Tanto en el relato como en su protagonista, la tensión, la intención, es substituida por una distensión que convierte el filme en circular y episódico.
Sólo conocemos bien un rasgo del carácter de Abel, tan sólo una especificidad. En el estancamiento, la narración encuentra en el romper, el acabar, su única vía. Frente a la imposibilidad de empezar una historia, pues todas las hemos encontrado empezadas, si bien débilmente estaban todos los hilos ya vibrando, la única forma de avanzar es acabar con estos, romper los lazos que quedaban. El distanciamiento con su mejor amigo, la venta de su tienda de ropa y la ruptura definitiva con su pareja parecen inclinar el plano hacia el fin y arrojar así un poco de luz frente a la imposibilidad de contar: todavía queda intentar dejar de hacerlo.
Pero ya decía Hitchcock que no es tan fácil matar a un hombre. La muerte resulta ser un fardo pesado y correoso y se extiende, también ella se extiende: en un bar toman una copa Abel y su nueva amiga María (Anna Sahún). Quién sabe: su madre, en plena vejez, ha encontrado pareja cuando parecía que ya sólo le quedaba esperar. Mientras Trini (Pape Monsoriu), su empleada, ultima las ofertas de liquidación él se mira los escaparates desde fuera y la cámara lo deja ahí, y vuelve al principio, pero no trazando un círculo sino una espiral, porque algo a habido, aunque se haya intentado que no hubiera nada o que sólo hubiera la muerte.