Escribe Héctor Imazio:
Entre los numerosos casos de heterónimos en literatura el del novelista chileno Marcelo Gröinger (1886-) ha sido siempre uno de mis favoritos. Hijo de Joaquín Luna y Carolina A. Méndez, Groinger escribe su primera novela a la edad de diecisiete años. Lo hace en Argentina, tras una aún confusa fuga del hogar familiar provocada, parece ser, por un insalvable desencuentro con su padre.
Pero aunque escribe en Argentina, escribe desde Chile. Muchos han querido ver ese arraigo de la primera novela al barrio de la infancia como un deseo imposible de volver a casa, al hogar, al padre, y desde aquí han querido leer su ejercicio de escritura como el gesto desesperado del adolescente para separarse del ascendente paterno. No creo que sea tan evidente. Se alza la sospecha considerando que en esta primera mitad de siglo que no hace mucho hemos dejado atrás la moda entre exegetas ha sido de explicar las literaturas en oposición al padre o en el proceso de liberación del autor del influjo de aquél. [...].
En todo caso y en lo que aquí concierne, la primera novela de Gröinger resulta interesante por muchos otros motivos. En efecto, en El tedio en el vecino (1903) se encuentran ya las claves de toda la obra literaria del chileno. Pese a un estilo a la vez enérgico y amanerado, por no hablar de una escritura tosca o directamente de una mala prosa (como, por otro lado, será siempre la suya) se encuentran en esta pequeña novela ideas revolucionarias para la época. El relato describe en tercera persona la vida de Javier Lima. Una vida que, si al iniciar la lectura se nos antoja misteriosa o emocionante o ya tan sólo interesante, resulta ser insípida, banal, aburrida. Como todas las vidas. La novela nos acompaña en un viaje hacia el otro, hacia el desconocido, hacia el protagonista por descubrir. Pero nos acompaña hasta sus últimas consecuencias, hasta el descubrimiento del otro como falso desconocido, como el otro en mí, como yo en fin. Sin embargo, el gran coup de théâtre del relato (y muchos atacaron a Gröinger por ello) aparece en las tres últimas páginas, donde la voz de la narración, que no se había hecho sentir como tal hasta el momento, se encarna en una manifestación concreta, en un cuerpo. De súbito, el lector descubre que no se trataba de una narración en tercera persona sino el relato de una observación o una observación relatada que cuestiona la oposición entre voz en tercera y primera persona, [...] la primera persona del narrador había decidido prescindir del yo para enunciarse: no tenía necesidad, no quería hablar de sí mismo.
Marcelo Gröinger parece buscar, con tan solo diecisiete años, su posición en la narración. En efecto, el vecino ocioso del título que durante la mayor parte de la obra identificamos con Javier Lima, podría, al contrario, ser la voz que narra, es decir, el vecino, el prójimo, no ser él, sino ser yo. Y aún, esta voz que narra, una voz sin marcas de enunciación, que se esfuerza por borrarse a sí misma (diremos la voz “objetiva” del grueso de la novela) pero que se adjudica al fin a un sujeto (aunque sin atributos pero ya volveremos sobre esto), podría ser perfectamente la del propio Groinger. O la del individuo que se oculta tras el heterónimo.
Aquí acaba lo que he podido encontrar en Internet del artículo de Héctor Imazio. Puesto que del texto se desprende que éste es un fragmento de uno mayor, he rastreado el origen. Parece ser la transcripción de la versión del artículo aparecida en una revista chilena (titulado Matar al hijo). Me ha parecido entender sin embargo que es la traducción del original que estaría en inglés, lo que explicaría algunas partes confusas (el final del segundo párrafo por ejemplo). Desconozco en cambio si la alternancia de la diéresis sobre la “o” de Gröinger es debida a la traducción al español o a la transcripción para Internet. Espero salir de dudas en breve: hace unos días encontré en eBay un particular con un ejemplar de la revista y ya lo han enviado.
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